Capítulo 12. Soneto del Amanecer

Capítulo 12: ¿Sufriste cuando te asesinaron?

—¿Frida?

—¿Sí, querido?

—¿Por qué te casaste conmigo?

—Me obligaron.

Damian frunció el ceño y se removió en las sábanas. Se volteó para dormirse.

—¿Qué?—Frida le acarició el cabello—. ¿Te vas a enojar?—La ignoró—. Bueno, al principio me obligaron para unificar la sangre. Pero luego, me di la oportunidad de conocerte, de quererte... y mucho después, de conocer tus tonterías. Me enamoré de ti.

Damian se giró y la besó.

—Te quiero, tonta.

—Damian

Damian vivía en una cueva con un riachuelo subterráneo. Se dormía escuchando el murmullo del agua desgarrando los sedimentos en su cauce. El hambre y el cansancio pertenecían a un mundo ajeno al suyo.

Ya no era el importante señor que buscaba la paz e igualdad para todos los pobladores del mundo. No.

Era solo un hombre solitario en una cueva templada por el viento y la humedad. Cuando tenía mucha sed, bajaba hasta cierta profundidad de la cueva mientras los murciélagos chillaban y cavaba un agujero hasta que el agua brotaba. Hacía cuenco con las manos y sorbía un agua insípida.

Dormía intentando olvidar a Daniel Betania siendo pisoteado, sin piedad, por un millar de hombres asustados. Un gusano blanco del grueso de una torre emergía del polvo en sus sueños enterrados. La tierra se abría como las fauces de un monstruo aterrador, tragándose su cordura.

No sentía frío, ni calor. La capa marrón donde dormía se había decolorado por la erosión. El cabello le crecía desgreñado y sucio. Parecía un animal en cautiverio, sabiendo que, cada día... se acercaba la libertadora muerte. 

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, escondido del asfixiante mundo exterior. Recordaba algunos rostros risueños y otros, enojados. Las piedras formaban murallas irregulares, levantando una cúpula de roca sobre su cabeza. Las ratas le mordían las botas gastadas y se comían los ruedos de su capa. Fuera de la cueva, el mundo era luminoso, hostil y despiadado. No quería salir de aquel lugar. Se sentía en casa, se sentía solo y… extrañamente confortado.

—¿Aquí quieres morir?—Murmuró una mujer junto a él. Estaba sentada sobre una gran roca, sin que su fino satén blanco se manchara. 

Conocía a aquella mujer. Pero no sabía de dónde. Imaginaba un inmaculado cielo estrellado con la vista fija en el techo abovedado de la cueva. Podía ver las estrellas en su mente. Un camino libre del sufrimiento de la vida. Un cielo que no existía.

—Nadie quiere morir—le dijo a la mujer de ojos brillantes—. Es aterrador, aunque sea algo inevitable como cruzar la calle. ¿Qué hay más allá?

—Eso tienes que averiguarlo tú.

Miró largo rato a Frida con el rostro pálido y el cabello negro cayendo sobre sus hombros. Su esposa muerta ladeó la cabeza.

—¿Sufriste cuando te asesinaron?

La mujer negó con la cabeza.

—Sufrí mucho más al verte perder ese brillo incandescente.

—Perdón.

Frida le tendió los brazos con una gran sonrisa.

—Ven a mí.

Damian se levantó, nostálgico. Extendió los brazos magullados hasta la mujer y abrazó un frío vacío. La garganta seca se le obstruyó con un nudo, sintió ganas de llorar. Tomó una de las rocas y la golpeó contra otra roca dura hasta que tuvo un trozo puntiagudo. Cogió la piedra afilada con las dos manos en dirección a su corazón, tendría que usar todas sus fuerzas, pero estaba listo para atravesar su pecho ennegrecido.

Quizás sufriera una agonía interminable antes de morir, sería la expiación que los fantasmas  de las personas que mató, anhelaban. Las personas construían su propio infierno en este mundo. Con todas sus fuerzas, se clavó el fragmento en el pecho. El golpe sordo le sacó todo el aire de los pulmones y escuchó un crujido.

«Son mis costillas destrozándose—cayó sobre las rodillas, entrechocando las muelas y mordiéndose la lengua—. De seguro estoy tan vacío que ni sangrar puedo».

Soltó el fragmento y se deshizo en el suelo. La punta afilada solo le cortó un poco en el pecho. Un anillo negro se movió frente a él, estiró la mano hasta tocar un caparazón. Un millar de tenazas rojas rectaron por su brazo con un asqueroso escalofrío. El ciempiés se le enroscó, subió por su hombro y le susurró al oído como un demonio.

—¿Quieres morir?

Damian pensó en seres oscuros, entes malignos de la noche. Espíritus encarnados en alimañas. La sombra que recta por la pared, con ojos rojos como ópalos de sangre. Un muerto le respiró en la nuca. Recordó un cuento que leyó sobre un bardo que se enfrentó a un demonio, en un duelo de contrapunteo por su alma. ¿También tendría que ganar una treta por su espíritu con su talento? 

Damian no era bueno para nada.

—¿Eres el diablo?

El ciempiés rojo se le enroscó en el cuello con sus patitas punzantes, las náuseas lo atormentaban… reprimió las horcadas. La fría oscuridad lo encerraba en un mundo desconocido. Veía luces coloridas a lo lejos y escuchaba el traqueteo de los huesos al romperse. Las sombras le susurraban que no abriera los ojos. Algo horrible estaba frente a su cara con los colmillos goteando fluidos venenosos. Una voz de trueno habló con un retumbar.

—No existe el diablo, ni tampoco existe dios. A veces tampoco creo que soy real. ¿Qué es real para ti?

Apretó los ojos para que no gritar al ver el rostro de la bestia. Sentía su respiración en los párpados. Su olor era abismal. No olía a nada, pero poseía todos los olores existentes. Los espectros de aquel abismo imitaban todos los sonidos del mundo a la perfección. Estaba en el lugar que no es ningún lugar, pero que es el centro de todo. El principio y el final. Aquel ser se agitaba cubierto de un pelaje que susurraba como las copas de los árboles.

«¿Qué es real para mí?».

—El pensamiento del hombre es real—dijo, vacilando, ante una fuerte brisa que lo hizo tambalearse en la oscuridad. Estaba de pie pero no sentía un suelo bajo sus piernas—. Los pensamientos crean la realidad donde las cosas existen.

—¿Qué había antes del pensamiento?

—Oscuridad.

—Erróneo.

—Caos.

—Erróneo. El caos es una invención del pensamiento.

Damian lo pensó largo rato. Estuvo ante aquel ser durante un siglo o un milenio. Aunque salió de sus pensamientos rápidamente.

—¿Tú piensas?

—Lamentablemente, no. Solo soy el recipiente. Un cascarón que creció desde el interior. Al igual que tú, fui formado por cientos de personas. Un cúmulo de pensamientos energéticos que cobró vida.

—¿Eres dios?

—Yo también me he formulado esa pregunta durante un tiempo impensable, sin encontrar respuesta. Aunque lo real carece de valor significativo.

—¿Qué quieres de mí?

—Quiero dejar de existir. Pisotea a los que creen en mí. Destruye mis altares y cada estatua donde aparezca mi imagen. Borra los pensamientos que me dan vida de la faz de la tierra. Solo de esa forma se muere, cuando desapareces para siempre.

—¡Que horrible!—Aterrizó sobre una superficie dura y sus pulmones se llenaron de aire envenenado—. ¿Por qué alguien querría morir?

—Porque desde que tomé conciencia en esta oscuridad mi existencia no tiene sentido—sentenció la voz de trueno—. La muerte es lo que le da sentido a la vida. Quiero ser olvidado.

—Damian.

Un hombre apareció sentado junto a él, estaba envuelto en un manto negro. El cabello de oro negro desgreñado revoloteaba en su cabeza como serpientes doradas. Aquellos ojos amarillos eran pozos de luz. Damian estiró el brazo hasta que tomó aquella capa negra entre los dedos sucios. Era real. Una luz azulada procedía del regazo del alquimista, tenía un cristal azul muy brillante y frío que resplandecía envuelto en una cobertura de humo blanco.

—¿Giordano?—Intentó levantarse, pero un dolor le entumeció el lado izquierdo de la cara. Un calor le quemó el cuello y la mitad de la cabeza.

—Dado tu estado, mi querido amigo—Giordano carraspeó y juntó una torre de ramitas. Se quitó un guante y tocó las ramas con un dedo desnudo. La madera soltó un chirrido, seguido de volutas de humo y ardió—. Me temo que un ciempiés venenoso te picó en la carótida. No es un veneno letal, pero tu estado de desnutrición y deshidratación es preocupante. Llevas horas delirando en fiebres.

Damian tocó su cuello, estaba hinchado y caliente al tacto. Giordano fue agregando ramas cada vez más grandes a la hoguera. Estaba un poco desaliñado, pero se veía en perfectas condiciones. Fue consciente del aspecto que ofrecía: cubierto de polvo, la barba desgreñada, las ropas deshechas.

—Su ejército fue aniquilado—admitió el alquimista con una sonrisa—. El miedo los mató mucho más rápido que cualquier otra cosa, por todos lados puedes ver sus restos. No lo soportaron y se lanzaron sobre sus espadas para terminar con su miseria.

—No sabía que eran hombres tan horribles.

Giordano soltó una risita, burlona.

—Los más crédulos nunca se dan cuenta, pero de alguna forma las personas lo descubren, tarde o temprano. Deben quitarse esa venda de los ojos 

—¿Qué?

—La eternidad en el otro mundo, no se compara con los placeres intensos de la efímera y mundana vida terrenal.

El alquimista se calentó las manos enguantadas.

—Ellos creían en mí.

—Mostraron su verdadera naturaleza—Giordano colocó una olla llena de agua sobre el fuego—. Cuando el miedo confunde los sentidos, el matar es el único instinto que conocemos. Eliminamos a los que controlaban la sociedad creyendo que cambiaría, pero... nos equivocamos. La corrupción destruyó la integridad, el daño era irreparable. ¿De qué sirve intentar cambiar a la sociedad si las personas no quieren cambiar?

»Te cubriste con mentiras tan grandes que no pudiste sostener su peso. Tus manos apestaron con la sangre de los que mataste. Todo ese esfuerzo que dedicaste a desconocidos que no dudaron en traicionarte. Fue en vano.

Damian miró los ojos luminosos del alquimista. Seguía vivo, a pesar de todo... quería continuar.

—Nunca abandonaré este camino—vociferó, con el rostro cansado—. Supe que era una causa perdida desde el inicio. Pero, de todas formas, tomé las armas y emprendí la lucha. Te dije que no importa si luchábamos diez años o cien. Nuestra ideología no sería en vano. Tú y yo, Giordano. Vamos a unificar esta sociedad desigual en un gran imperio con nosotros en la cima.

—Los tontos heredarán la tierra—Giordano sumergió una bolsita de papel en el agua hirviendo. La cueva se llenó con el aroma del té—. ¿Nunca has ido al Valle de Sales?

Damian se levantó como pudo y cogió la tasa de té que le tendía Giordano. Se tragó unos dientes de ajo que según el alquimista eran para la infección. Negó con la cabeza.

—Crecí en la mansión de mi padre. Lord Francis della Robbia, el señor del Valle de Sales. Yo fui el vástago de una sirvienta que trabajaba en el lugar. El gran señor del valle era muy conocido por su cantidad  numerosa de amantes. Entre ellos, mi madre. Cuando descubrió que estaba embarazada, Francis la golpeó hasta dejarla irreconocible. Al parecer, yo era más fuerte que el odio que él me profesaba. Crecí escondido en aquella mansión, mirando por la ventana al pueblo empobrecido.

»¿Nunca se te ha pasado por la cabeza la irreflexiva idea de que hay demasiadas personas en este pequeño mundo? Los veo ahogarse cada día en su miseria. No conocen otra forma de vivir, además de abrir las piernas y parir alimañas. Están agotados por toda la desesperación que les tocó vivir, pero no conocen otro camino aparte de seguir sus instintos, así que... sus vidas son muy tristes. Con menos personas el mundo sería más abundante, con mayor significado. Si los exterminas, les darás el regalo más grande que en su vida podrían obtener: la anhelada muerte. No habría sufrimiento, dolor o maldad. El mundo sería más tranquilo y hermoso.

—¿Destruyendo todo?

El alquimista negó con la cabeza.

—Debes entender que nuestra sociedad es como una gran torre de clases sociales. Mientras más alto estás, más poderoso te crees y menos interés sientes por los que están debajo tuyo. Pero, esta montaña individualista es muy frágil. Si una de sus secciones desaparece, toda la construcción se desmorona de forma catastrófica. ¿Qué le da forma al mundo?

—El pensamiento domina al mundo—respondió Damian, meditabundo—. El pensamiento del dios de este siglo, convierte a los hombres en cerdos egoístas y a las mujeres en zorras mentirosas.

Giordano se sirvió otra taza de té, cortó una lima en dos con un puñal y exprimió el jugo en las dos tazas.

—¿Conoce el método de la eugenesia?

Damian negó con la cabeza y probó el té amargo con los labios apretados, tenía mucha hambre. Giordano le sirvió otra taza.

—Tomamos a los especímenes más aptos y permitimos que tengan descendencia—explicó, con una sonrisa. Sacó un pomelo y lo cortó en trozos con el puñal—. El resto de las personas en la sociedad serán esterilizadas con eutanasia. Hay métodos que podrían pasar desapercibidos. El extracto de hojas duende, por ejemplo, filtrada en el agua regular o como un té de segunda mano.

Damian miró por un segundo la taza de té que estaba bebiendo. Las hojas secas no portaban el color azul aparente de los árboles duende. Aún así, sintió un escalofrío.

—Hay métodos y sistemas—Giordano miró el cielo nocturno. Veía estrellas que no existían—. Pero, no podemos destruir la torre de la sociedad con caos. El caos es muerte y la muerte genera odio. No podemos cambiar el mundo con odio. Para destruir la torre, solo tienes que conmocionar el escalón más bajo. Para cambiar el pensamiento de todos, debes estar en la cima de la sociedad. Ese es nuestro objetivo. Ahora solo falta el medio.

Una de las sombras en la oscuridad tomó forma física y surgió de las tinieblas. Realizó una reverencia pronunciada.

—Un gusto conocerlo, Lord Brunelleschi—se presentó con una voz de abuelo. Era viejo, pero altivo. Se cubría la piel arrugada con una túnica gris remendada, muy gastada. Sus ojos eran un invierno pétreo, pero cuando se acercó, notó que se tornaron violetas. Era el astrólogo que leyó su futuro en los planetas—. Mi nombre es Beret. Soy un alquimista de la Casa de Negro.

—Ya sabemos vuestra procedencia, Beret—replicó Giordano con un ademán—. Perdoné su vida, porque me juro lealtad. Sé reconocer el valor de un hombre por sus decisiones y Beret nos ayudará a reconstruir la torre. Me formuló una propuesta tentadora.

—Por supuesto, señor—anunció el anciano—. El pensamiento que controla al mundo, es el mismo desde los principios de la civilización. Sí, ese mismo que nos ha guiado por el sendero de la fantasía para aliviar el miedo sustancial a la muerte. La religión. Es real para los ignorantes, falsa para los sabios y para los que quieren poder puede ser un arma muy útil. Viajé, buscando al Mensajero de Dios y lo encontré en una cueva como un ermitaño consagrado. Estoy más que dispuesto a perseguir su ideal de redención, señor Brunelleschi.

Giordano Bruno rio por lo bajo y un destello en su pecho llamó la atención de Damian.

—¿Qué es eso?

El alquimista extrajo un colgante de oro de su chaleco tachonado. Era una redecilla de oro con un glifo sin significado, parecía ondular como si estuviera ardiendo.

—No tiene ningún valor, ¿verdad, Beret?

El anciano de ojos grises sonrió, lascivo. El hielo en sus ojos se convirtió en púrpura. Su sombra negra giraba en círculos y cantaba.

—Por supuesto, señor. Es un amuletillo sin valor.

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