Capítulo 13. Canción de Medianoche de Courbet

 Capítulo 13: Escuché que tu mujer te abandonó.

Con la ausencia de Annie... aquellos recuerdos olvidados, de alguna manera, habían regresado a su cabeza. Le golpeaban desde adentro, veía a aquella mujer sonriente y distante, dueña de sus pensamientos y de alguna manera, de su vida. 

«Pero ella se fue hace mucho—pensó Friedrich—, y hace mucho pienso en ello». Durante largas noches, no logró conciliar el sueño... imaginando aquel rostro difuso y cabello fragante. 

Había sangre por todos lados, las sábanas blancas estaban teñidas de un rojo oscuro. A veces vivir... es más difícil que morir, sobre todo, cuando se vive sufriendo por amor. Descubrió en uno de sus profundos pensamientos metódicos, sin fórmulas: el odio. Una sustancia desinhibidora como reactivo en el atanor dentro de su cabeza, llevando todo a un punto de ebullición... tal, que diluían el pensamiento racional. 

Era increíble como el odio alteraba cualquier pensamiento agudo que horneara. La materia se echaba a perder y todo el trabajo resultaba en vano. En fin, ¿qué causaba el odio? Uno podía guardar emociones negativas contra uno mismo o contra otros, esas emociones que se inflamaban deprisa por su naturaleza volátil. Lo transformaban a uno en una persona irracional. Y él odiaba muchas cosas: odiaba a su esposa por dejarlo solo cuando era joven e inexperto, odiaba los días de lluvia por tener que quedarse bajo un techo consigo mismo, odiaba la soledad y se odiaba a si mismo por no cambiar. 

Durante mucho tiempo usó la distancia para olvidar a su hija. La pobre Annie solo quiso un padre y una madre. Pero estuvo sola al cuidado de sirvientas cambiantes.

«No la volveré a dejar sola». La iba a perdonar y a abrazar, que se fuera al carajo la llave que robó. Iba a arreglar su corazón, porque lo había roto. Era un tipo fracasado en la alquimia. Nunca logró salvar a la isla de la muerte y las enfermedades, aún sentía culpa por envenenar a su padre con arsénico. La vida le arrebató al amor de sus días, pero no dejaría morir a su hija. Ya no viviría en el pasado... cuando podía construir un mejor futuro. Salvaría a Annie Verrochio de los dragones... 

Quemó la carta de Affinius von Leblond, el traidor que tenía a su madre y al resto de los Verrochio cautivos en Fuerte de la Ninfa. Nunca sintió mucho apego por ninguno de ellos. Nadie necesitaba saber que Seth Scrammer tenía de rehén a Annie. 

—¿Tienes una hija?—Le preguntó Anaís acurrucada entre las sábanas tibias, después de hacer el amor—. Escuché que huyó de ti. Dicen que tú... 

—¿La maltrataba? 

—Nunca creí eso... 

—No es verdad.

—No pareces un mal hombre, Friedrich. Tampoco eres el único que sufre... 

—Lo sé... 

Anaís le apartó el cabello del rostro. Lo miró a los ojos con el mentón apoyado en su pecho. Su pierna desnuda abrazaba su cintura, sentía la humedad y el fino vello de su sexo en el muslo. Se sorprendió de que la deseara tanto. Lo hacían todas las noches hasta quedar exhaustos. Ella se quedaba a dormir en la pequeña cama, donde debían dormir entrelazados y en la madrugada lo volvían a hacer. Aquella libido reprimida por años, estaba desbordante de placer. El deseo lo perpetuaba.

—¿La extrañas?—Lo acribilló. Lo único que lo molestaba de Anaís es que no podía quedarse callada. 

—Sí.

Friedrich la atrajo y la envolvió entre sus gruesos brazos. 

—¿No te da miedo perderla?—La mujer acarició su barbilla, acercó sus labios y besó su boca, sus mejillas, su frente y su cuello con un ardor—. Es peligroso allí afuera... El ejército de los dragones... El tuyo... Los demonios...— mordisqueó sus orejas... 

—Me da más miedo lo que ella es capaz de hacer.

Anaís dejó de besarlo. 

—¿De verdad? 

Friedrich sonrió... Anaís abrió mucho los ojos, su boca describió un círculo.

—¡No! 

—¿Qué ocurre? 

—Nunca te había visto sonreír—le acarició la mejilla—. Tienes una sonrisa muy bonita. 

Se subió sobre él, empapando su vientre duro con su intimidad, sintió como se endurecía su miembro. Friedrich la tomó de la cintura y con un movimiento de cadera la penetró. Anaís soltó un chillido y se agitó. El placer recorrió sus piernas con un estremecimiento. La luz de la mañana lo cegó. Anaís gritó y se cubrió los pezones con la sábana. Marco cerró los ojos con la boca abierta y el rostro colorado. 

—Lord Verrochio—negó con la cabeza—... Lo siento, no era mi intención. No sabía que usted y la Jefa... 

—¡Cállate! 

Marco perdió el color...

—Lord... Reuní el destacamento.

Friedrich tomó sus pantalones. Salió de la cama mientras Anaís despeinada y roja como un tomate se vestía. Se colocó la capa negra en los hombros con el broche de la ninfa y salió al patio seguido de Marco. 

—Lo lamento, Lord Verrochio... 

—¡Ya!—Levantó la mano de oricalco—. Eran solo un hombre y una mujer haciendo lo suyo. 

Cruzaron el jardín de estatuas de animales y entraron al patio de armas central. Marco lo miraba de reojo con el rostro colorado. Friedrich tenía la erección marcada en su pantalón, estaba goteando el semen que no logró descargar. Paseó la mirada por los soldados a lo largo del patio. Rostros endurecidos, aunque trémulos, hombres y mujeres trabajados a fuego vivo, quizás alquimistas grandiosos como lo fue él alguna vez. Sintió un poco de lastima de mandarlos a la muerte, descartados como herrumbre. Comodoro aprovechó su oportunidad de deshacerse del exceso de novicios. Entre ellos había pocos acólitos. No solo había alquimistas de capa negra, también había soldados de capa morada que cedió Anaís Ross para recibir entrenamiento con las nuevas armas sacadas de los dibujos de Beret. Al fondo del patio había un gigantesco cañón esculpido con forma de lobo sobre cuatro ruedas, seguido de otros más pequeños y carromatos llenos de ballestas y saetas. La nueva tecnología militar. 

Comodoro se acercó desde las tres docenas de soldados ordenados. 

—Friedrich—pronunció. Su andar desgarbado lo hacía parecer muy viejo y débil envuelto en la túnica negra, parecía que el relicario de plata inclinaba su cabeza por el peso—. Sir Desmond partió hace cuatro días con el Tercer Castillo y las huestes de Mariann Louvre van detrás de él. Preparamos este destacamento como refuerzo, lord. Apoyarán el ataque dispersando al enemigo con cañones y ballestas, capturarán a los rebeldes para trasladarlos al Abismo. 

Silencio... y murmullos. Se mostraban nerviosos, veinticinco alquimistas entre novicios y acólitos. Una docena de soldados de la Guardia de la Ciudad y mulas, provisiones y transporte. Ante la contienda inminente, seguro Comodoro les prometió recompensas y títulos. El dinero siempre era necesario con el estancamiento y unos títulos lograban abrir muchas puertas. Si sobrevivían, claro... valía la pena arriesgar el pellejo por una vida mejor. Marco asentía de aprobación detrás de él. Los miró a todos, simples perros de pelea con juguetes. No eran personas, estar tanto tiempo junto a los magos negros, lo hizo considerar a los súbditos como herramientas.

—Serán liderados por Marco Lavoisier— anunció Friedrich y un murmullo recorrió el patio—. Partirán al amanecer del día de mañana, hacía el campamento de Seth Scrammer. Detrás de Sir Desmond Morris.

El joven comenzó a temblar, confundido. 

—Pero, Lord Verrochio—uno de los acólitos levantó la mirada, su relicario de plata lanzó destellos. Era un hombre alto e imponente, sus ojos verdes relucían sabiduría—. Yo fui nombrado comandante por el rector Comodoro. Conozco a ese novicio—miró con desprecio a Marco—. Es un niño, lord. No es indicado para dirigir. 

Marco sudaba, nervioso. 

—Es muy joven—clamó un novicio, de pelo grasiento. 

—No seguiré a un niño—bufó un guardia con los brazos cruzados bajo la capa morada. 

Comodoro miraba a Friedrich y a Marco, curioso. 

—Marco es de mi confianza—dictaminó Friedrich—. Sabrá cómo empeñárselas. Es joven y enérgico. Es inteligente y no considero a alguien mejor para dirigir a esté destacamento de imbéciles que él.

El acólito resopló, enojado... Sus ojos sabios se nublaron en un odio ciego, el mismo odio que confundía el pensamiento. El destacamento parecía desconcertado. Marco pareció tomar sus palabras con vehemencia. Tenía lágrimas en los ojos. Friedrich se retiró con un gesto de la cabeza dirigido a Comodoro, el anciano hizo una reverencia exagerada. Marco lo siguió por el jardín de estatuas. La escultura del dragón estaba cubierta de pintura negra. La ninfa parecía triste en su lecho.

—Lord—se tambaleaba al caminar aprisa—. Yo no sé si podré... ¿De verdad cree usted todo eso de mí? 

—Para nada—Marco abrió mucho la boca—. Pero confío en ti. Sé que no buscas grandeza y eso te hace el candidato predilecto. Tampoco me traicionarás—tomó al muchacho del hombro y se acercó a la pared de la torre—. Eres el único que puede ayudarme—susurró. 

—¿Cómo?

—Debes encontrar a mi hija, Marco. No te lo pido como Lord Verrochio, te lo pido como Friedrich; como un padre angustiado. Eres el único que sabe que ella está cautiva en el Segundo Castillo. Es el rehén del Rey Dragón. Tiene la ventaja.

Marco tragó saliva. Sus ojos se agitaban. 

— Lord... 

—Annie robó la llave de la biblioteca dorada, Marco. Tú abriste las tumbas y la encontraste conmigo. Eres uno de los pocos que sabe de su existencia. Encuentra a mi hija y ella te llevará a la llave. Debes tener cuidado con esos soldados. Son aberraciones de Comodoro. Pero como su comandante, no dudarán de ti. Encuentra a Annie en medio del caos. Cede el puesto si es necesario... Pero no regreses sin ella.

Marco asintió, tembloroso.

—Solo tú puedes recuperar la redecilla de oro de la reina Sisley. Mientras los demás van tras el ejército enemigo. Tú salvarás al reino. 

—Como diga, Lord Verrochio—Marco sonrió y se limpió el sudor. 

—¿Hay algo que quieras?—Sí, podía comprar la valentía de un hombre, o lo que sea que tenga Marco—. ¿Quieres dinero, títulos, tierras?—El joven miró al suelo, pensativo—. Dímelo. 

—No quería ser alquimista, lord. 

—¿Qué? 

Marco miró el cielo, melancólico. 

—Yo no quería ser alquimista, me obligaron. Si rescató a la pequeña Annie y recuperó la llave. Quiero que usted me dejé libre de este cargo para toda la vida.

—Pero ser alquimista no es algo que puedas abandonar. Se hace un juramento—los ojos negros y turbios del joven se ensombrecieron—. Lo haré, esta bien. Ahora, márchate. 

Friedrich se alejó. Si conseguía recuperar la llave, podrían continuar la investigación y la búsqueda de la entrada a la biblioteca del conocimiento eterno. Marco no era muy valiente y sensato, pero verlo alejarse, envuelto en sombras... llenó a Friedrich de júbilo. Reconoció que una persona podría demostrar lo que valía si tenía que luchar por su libertad. 

Entró en su habitación y la encontró vacía. Anaís debió irse a atender el 

Fuerte de Ciervos, los últimos días habían sido fructíferos en lo respectivo a las desapariciones. Un grupo de guardias fue atacado por una criatura extraña. Él mismo vio el estado del hombre que sobrevivió, de su brazo solo colgaba un hilo de músculo y una marca de garras le surcaba el rostro, no quedaba nada de su nariz, le faltaba un ojo y la oreja. Contó que lo atacó un demonio similar a un hombre muy alto, encorvado y delgado con patas y cuernos de caribú, brazos gruesos y desarrollados que terminaban en zarpas... Cuando abrió sus fauces se tragó la cabeza de un hombre. Los sorprendió a la medianoche mientras cantaban canciones para que amaneciera.

—¿Qué crees que sea, Friedrich?—Anaís estaba asustada. Solo pensar en aquellos seres de la noche le causaban llanto—. Escuché a brujos y sacerdotes anunciando que eran los demonios del fin de los días. Que en estos tiempos de guerras y plagas, debemos arrepentirnos... para que Bel no quemé este mundo pecador con su fuego y destrucción.  

—Es mentira—no sabía el porqué, pero Friedrich siempre sintió rechazo por la corrupción de los religiosos—. Esos hipócritas anuncian que se acerca el final... desde que se fundó el mundo. Mi abuelo esperaba el final de los tiempos, cuando el sol quemé al mundo. También mi padre era temeroso de Bel y mantenía un fuego eterno en su habitación. De niño me cansé de rezar y deduje... que solo eran mentiras de los sacerdotes para lucrar su pendenciero templo. 

—¿Entonces que son esas criaturas malignas? 

—Son... las creaciones del Homúnculista. Giordano Bruno creó un sin fin de homúnculos con su sangre y semilla. Vagan por el bosque, no viven mucho, dudo que se reproduzcan al ser híbridos y mutantes. Son engendros desconocidos... me causan temor. Pero supongo que solo tenemos que esperar, un homúnculo vive de dos a cinco años. Envejecen muy rápido a costa de un desarrollo temprano. 

En los días siguientes, al ataque del demonio caribú... cesaron los ataques. Las desapariciones dejaron de suceder misteriosamente. Anaís se sentía aliviada y disfrutaba aún más cuando Friedrich le hacía el amor. Salió del castillo bajo un cielo nublado con posibilidades de lluvia inclemente. Llegó hasta la calle Obscura, se quedó un rato observando su casa: era grande, con un techo de tejas azules, ventanas y alféizares. Quizás estuviera cubierta de un fino polvo. Cuando Annie regresé, tal vez limpie la casa y vivan allí como una familia... por primera vez. Puede que hasta se casé con Anaís y decida darle hermanos. Era un hombre joven. Cruzó la fuente del Héroe Rojo y la biblioteca de los Brosse, cerrada. Entró en un callejón junto a la vieja perfumería de los Ahing, bajó unos escalones y tocó una gruesa puerta. Como nadie respondió, tocó con más fuerza y una voz rasposa surgió desde dentro. La puerta pesada de latón la abrió un hombre alto como ninguno ,con una barba larga y cabellera trenzada, estaba todo salpicado de canas. No se parecía en nada al hombre que era hace diez años, estaba gastado. Supongo, que así, como todos, envejeció sin querer. 

Ronnie se pasó una manaza por la espesa barba negra y plateada. 

—¿Friedrich?—Su voz era un martillazo. 

Desde adentro olía a orines y óxido, además de otros aromas más fuertes pero en menor cantidad: azufre, mercurio, carbón. 

—Mírate—le reprochó Friedrich—. Pareces un viejo zapatero que huele a meados. 

El hombre estaba sumamente flaco como un palo. Nada que ver con el hombre musculoso que fue. 

—Y tú pareces una mujer rubia con barba—Ronnie sonrió, tenía los dientes amarillos por el tabaco. 

Friedrich entró en aquel laboratorio alquímico en penumbra y maloliente, todo estaba desordenado. Ronnie encendió una cerilla de azufre con la uña del pulgar y luego varias velas. 

Las mesas polvorientas estaban cubiertas de alambiques usados, retortas, tubos de vidrio y herramientas. Una rata inmensa le pasó entre los pies. 

—Escuché que tu mujer te abandonó—sonrió Friedrich. 

—Y la tuya murió—apagó la cerilla con un soplido—. Lo lamento. 

—El tiempo no perdona.

Era duro ver a Ronnie en aquel estado de absorción alquímica. Desde que lo expulsaron de la Maison de Noir, se dedicó a la alquimia ilegal. Aunque muchos años de amistad juntos no significaban nada, ahora que estaban viejos... Ya no eran niños que memorizan tablas, eran adultos. Adultos... como quieren ser los niños, pero cuando al fin lo son... se dan cuenta que no era lo que esperaban. Se arrepienten de crecer. 

Había un atanor encendido con una materia al rojo, sin duda, Ronnie buscaba la piedra de los filósofos: el místico catalizador. La tradición explicaba que todos los sustancias estaban formadas una cantidad de por mercurio y sal. Y que podrías transmutar cualquier material regulando la cantidad de sal o mercurio necesaria. Pero para esto necesitabas un catalizador. La piedra de los filósofos. El huevo del conocimiento alquímico capaz de crear nuevas sustancias. Pero aquella materia era oro... El huevo filosofal no estaba formado por metales puros... ¿qué investigaba? 

—Tengo una hija—dijo Friedrich. Ronnie parecía absorbido por la materia dorada, cambiaba de color de blanco abrasivo a rojo vivo—. Ya casi es una señorita. 

El alquimista tomó unas pinzas, agarró aquella materia del hornillo y la estudió... Le dio vuelta y resopló. 

—¿Cómo está tu brazo?—Preguntó de repente. 

Friedrich flexionó los dedos de oricalco. 

—Tu mejor trabajo. 

—El oricalco es un impresionante conductor de energía. El hecho de que puedas moverlo como un brazo de carne y hueso, se debe a las propiedades energéticas de tu cuerpo. Hubieras sido un excelente mago debido a tu sangre—removió el fuego—. Escuché que te nombraron señor de Pozo Obscuro, representante de los alquimistas en la Corte y recientemente eres portavoz del rey. Siempre supe que serías alguien importante, mi amigo. 

—¿Aún somos amigos?—Friedrich de alegró de manera inusual. 

—¿No?—Ronnie sonrió—. Yo creí que los amigos eran para siempre. 

—Tú también eres importante, haces cosas increíbles aquí. 

Friedrich apartó la mirada de un orinal repleto. Las mesas llenas de papeles y envases de olores inusuales pululaban en la estancia. Estudió los papeles, tenían fechas y anotaciones sobre un gran descubrimiento. Pruebas con tachones y medidas. Ronnie removió la materia en la hornilla.

—Cada año estoy más cerca—replicó Ronnie inspeccionando su materia dorada—. Busco el verdadero elixir de la inmortalidad. Este mundo esta corrupto y debo buscar la pureza—fue hasta las mesas y buscó dos botellas: una tenía un líquido brillante como la plata y la otra, un aceite dorado—. Este es el Elixir de Cinabrio y este otro... es el rocío de la luna llena. La luz del sol se filtra a través del cuerpo celeste y se deposita en el agua, puedo extraerlo con una prensa magnética. La sustancia es capaz de mantener el cuerpo en condiciones óptimas. No he consumido nada en ciento veinte días, salvo este elixir y agua. Estoy muy cerca, Friedrich. 

—Ronnie esto es increíble, pero no deberías arriesgar tu cuerpo. Todos tenemos un límite.

—¿Quién podría querer un alma rota? —El alquimista frunció el ceño—. Mi vida es este trabajo, la distancia y el silencio duelen... pero una vida sin sentido es peor. 

Era difícil ver a su mejor amigo envuelto en aquella maraña de soledad. Convertido en un desconocido. Daría cualquier cosa por volver en el tiempo, regresar a esos días de lucidez como novicio... Pero vivió mucho tiempo en el pasado. 

—Deberías dar clases en la Maison de Noir, tienes mucho que enseñar. 

Ronnie resopló. 

—¡Ja!—se alisó la barba—. Ese Comodoro me reprochaba de insensatez. Nunca me creyó, cuando le advertí de los experimentos de Giordano Bruno. Él mismo me pidió investigar la nueva fórmula de los cristales de absorción térmica. ¡Fue una trampa! ¿Quién iba a pensar que eliminar el galeno de la fórmula convertiría el mineral en explosivo? El rector me acusó del incidente, arruinando mi reputación de acólito. ¡Planeó mi expulsión por tenerle un ojo puesto a su querido Giordano!  

—No fue tu culpa—Friedrich recordó el defecto de la botella de vidrio al no aislar el calor de su mano, el fuegodragón consumiendo su brazo. Le picaban los dedos que no tenía—. Todos cometemos errores, algunos más que otros. 

—Ese anciano me odia. 

Friedrich sonrió con malicia. 

—¿Y si te dijera que ya no es rector de la Maison de Noir?—Esperó pacientemente la reacción de Ronnie—. Así es. Tomó mi lugar y asumió el cargo de representante de los alquimistas en la Corte. Es miembro del Consejo de Guerra. Ahora, como vocero del Rey, tengo potestad para nombrar a un nuevo rector. Los acólitos se pelean a uñas y dientes el cargo. Pero yo tengo en mente a un viejo amigo. En la Maison de Noir, hay muchos escritos que solo el rector puede verificar, tiene herramientas y personal. Todos ansían ponerle las manos a esa información y llevar a cabo sus investigaciones. 

—¿Qué buscas, Friedrich?—Parecía fascinado. 

—Se acerca una guerra, Ronnie. Has vivido aislado mucho tiempo, demasiado, ya me harté de Comodoro y Beret. Hay que poner nuevas piezas en el juego, cuando los verdaderos demonios salgan a la luz tendremos que valernos por nuestras propias manos. Quiero que estemos allí, para destruirlos. 

Por primera vez en mucho tiempo, Ronnie se quitó los guantes y el delantal de cuero. 

El salón del trono estaba repleto de nobles despreciables. Un millar de miradas inquisitivas lo perseguían, mientras caminaba entre los susurros descarados y tomaba asiento en la larga mesa del consejo de guerra. Bel, su escolta, lo siguió como un autómata, silenciando las bocas con su presencia de chirridos de acero. Los nobles lo miraban con sus ojos grasientos, ansiando. Se sintió asqueado, como si el salón estuviera lleno con estatuas de mierda. Una mano pequeña apretó la suya debajo de la mesa... Anaís le sonrió con confianza sentada al lado suyo, sus cabellos castaños crispados relucían junto a sus ojos oscuros. La corona del difunto rey permanecía en el centro de la mesa, acaparando miradas obscenas... como una puta cara fuera del alcance de los plebeyos. 

El funeral de Joel Sisley fue de siete días. Las campanas sonaron en toda la ciudad. El cuerpo del difunto recorrió las calles, entre las multitudes de personas zarrapastrosas y nobles. Se lanzaron fuegos de artificio y se cantaron las canciones de los Sisley. Un final digno para una dinastía que juró proteger a los Celtas. El cuerpo presentaba un avanzado estado de descomposición, como si hubiera llevado muerto unos años. Los guérisseurs lo prepararon lo mejor que pudieron para el entierro. 

Friedrich permaneció en el salón de los Sisley, dentro del Palacio de los Héroes en la cima de la colina Vidal. Las estatuas de la familia real se alzaban sobre sus tumbas. Era una cripta relativamente nueva: tenía solo trescientos años comparada con la tumba de Julián Sisley. Allí permanecían los restos de la familia real, masacrada hace mucho tiempo por Carl Sisley, en su cólera por no heredar el trono. Friedrich pensó en el hermano de Joel, Vidal Sisley. Si hubiera elegido a su hijo mayor y no a la hija menor... Ninguno de los sucesos actuales habría ocurrido. No existiera la guerra de rebelión, ni las terribles plagas que azotaban la isla. Pero no se podía reescribir el pasado... La historia estaba escrita con sangre. Era una historia maldita.

El séptimo día, enterraron el cuerpo frente a los pocos testigos que dejaron entrar al palacio. El pueblo atestiguó el luto desde el pie de la colina. Anaís Ross se vistió de negro para espantar la muerte, ella lo seguía adónde fuera y se quedaba dormida en su regazo. Friedrich permaneció en la tumba, pensando en lo que vendría. Lord Johann Daumier lo miró con una leve sonrisa mientras salía del sepulcro. Lord Damian Brunelleschi tampoco asistió al funeral, hasta ahora... Puente Blanco había renegado su lealtad a la corona. No llegaron mejores noticias de la avanzada, Marian Louvre y el Sexto Castillo desertaron de la contienda días antes del ataque a Rocca Helena. Sir Desmond Morris continuaría el ataque junto al destacamento de alquimistas. Las llamas de la rebelión se consumían hasta extinguirse. 

Lord Beret se acercó a Friedrich con los labios arrugados dibujando una línea fina.

—Tiempos oscuros, Lord Verrochio— susurró—. Junto a este rey... se sepultan nuestras esperanzas y todo el camino que hemos recorrido. 

—Los nobles reclamarán una asamblea, para disputarse el trono—Friedrich miró despectivo a los nobles que se arremolinaban en torno a aquel salón de mármol—. Puedo ver sus ojos codiciosos sonreír de satisfacción. 

Friedrich suspiró, cansado. Tiempos difíciles. Los suministros del castillo se estaban agotando. Los asesinatos se detuvieron, misteriosamente... pero un brote de peste azotó la ciudad. Mataba más rápido que el hambre. Los muertos eran quemados en las calles a pleno día. Las personas estaban sanas al despertar y morían al final del día, tosiendo sangre. Friedrich decretó un toque de queda al atardecer, cerró los lupanares, declaró una cuarentena y dobló la guardia. La crisis disminuyó con los días, pero un ambiente lúgubre creció en la ciudad. Las fosas de cadáveres ardían con decenas de enfermos malolientes. El pueblo a duras penas podía trabajar por el pan y los nobles radicaban por la elección de un gobernante. 

Anaís lo ayudó a pasar los días, nunca pensó que agradecería tanto tacto y afecto. Friedrich casi no dormía, nervioso... El insomnio lo atacaba seguido de ataques de ansiedad. La mandíbula le temblaba y sentía muchas emociones en su interior, sudaba asustado. Recorría el castillo por las noches, pensativo. Miraba el cabello claro y crispado de Anaís, sus ojos agitarse... No habían hecho el amor desde que el rey murió. Friedrich no dejaba de pensar en lo que vendría. La sonrisa blanca de Lord Daumier. La codicia de los nobles. ¿Qué sería de él cuando lo expulsaran de la Corte? Affinius lo traicionó y secuestró a su familia. Seth tenía cautiva a Annie, con la llave de los secretos. Si el noble equivocado llegaba al poder... todo se perdería. ¿Recorrieron tanto por nada? 

En plena cuarentena los nobles se reunieron. Beret no dejaba de mirar a cada uno, intentando leer sus pensamientos, confiaba en que el anciano podría convencer a casi todos para permanecer en el poder. Comodoro como representante de los alquimistas espectaba con ansias, era partidario de Beret y esperaba su anuncio mientras se revolvía como un gusano en su silla. Johann Daumier esperaba junto a sus familiares, Samael de ojos negros y Alissa, alta y de larga cabellera; todos vestidos de negro y con cabello plateado. Damian Brunelleschi no asistió, como siempre. Sin duda, nunca se perdonaría su cobardía ante el llamado. Melissa Leroy se presentó con sus vasallos, de rostro atrevido, cabello negro y largas pestañas... se mostraba severa junto a una jovencita de ojos enrojecidos y pelo sucio. Al final de la sala estaba el cuentista Vidal Brosse, famoso en Puente Blanco y Valle del Rey por sus narraciones. Ronnie, el nuevo rector de la Maison de Noir, se afeitó la barba y se lavó el cabello, parecía una estatua al fondo del recinto envuelto en la capa negra. 

Los dos hijos del recientemente fallecido Thomas Rude recibían el pésame de parte de Carlos Bramante. El joven representante de la calle Estela, una calle pequeña y comercial en la costa de la ciudad. Parecían viejos conocidos, a pesar de que sus padres eran rivales en el negocio de la pesca. Sus batallas se llevaban a cabo en barcos pesqueros por bacalaos, sardinas y ostras. Claro, los padres murieron por la peste y sus hijos se aliaron para dividirse grandes ganancias, ya que el precio del pescado estaba aumentando.  

Albert Herrera miraba pacientemente la mesa desde una de las esquinas del salón. Sus ojos oscuros iban desde la mesa donde estaba la corona, hasta el trono de oro. Era un excéntrico mercader de telas que perdió ingresos cuando Seth Scrammer invadió Pozo Obscuro. Se estaba recuperando de la ruina y le apetecía una inversión más arriesgada... pero fructífera: un trono donde descansar el culo y una corona muy pesada. A su lado otros mercaderes disputaban quienes iban a postularse como rey. 

Daniel Betania era un joven regordete que apenas olió la entrepierna de una mujer cuando su padre sucumbió ante la peste. La familia Betania era una antigua casa comerciante que tenía abundantes vasallos en la calle Vida y el Valle del Sigilo. Sus terrenos de cultivo se extendían hasta el sur, las plagas los habían afectado y sus granjeros se rebelaron. Seth Scrammer robó su ganado, cosechas y tierras. Estaba rodeado de tíos empobrecidos que ansiaban nombrarlo rey y lucrar a costa del mandato. 

Friedrich no dejaba de mirar la corona de oro y piedras preciosas. Cada familia reunida allí tenía la riqueza para labrarse una propia. ¿Entonces... para que querían esa? Esa corona maldita, que parecía adherirse a la cabeza del que se la ponía. Que pesaba y dolía en las sienes. Que tenía el poder para doblegar naciones...

—¿Quién quiere ser el rey?—Johann Daumier cogió la corona con una mano enguantada en cuero negro. La sala quedó sepultada en un silencio espectral, todos miraron al hombre alto y pálido, esperando—. ¿Ninguno quiere ser el rey?—Le dio vuelta a la corona y la examinó con los ojos húmedos—. Todos quieren, pero ninguno está dispuesto a aceptar el riesgo. Sí... El ejército de Seth Scrammer es fiero. Todos quieren la corona. Pero ninguno lo dice. Porque no son capaces de aceptar quienes son, por eso los reyes gobiernan mientras el resto observa y obedece. Ninguno aquí está listo para regir, porque solo piensa en si mismo. 

»Mientras tenga un recuerdo de quién es... Enseguida se ponga esa corona, olvidará lo que podría ser. Los humanos son crueles y están llenos de arrogancia. Esa arrogancia nos conducirá a la destrucción si solo pensamos en nuestras metas individuales. 

—¿Y en qué piensas tú?—Levantó la voz Winker Rude, moreno y de piel curtida. El hijo mayor de Thomas Rude—. ¿Crees que puedes solucionarlo? Cuando la marea se descontrola y el mar se enfurece, nadie puede doblegar su rabia. No puedes forzar algo que esta más allá de tus manos, solo puedes esperar y rezar... porque no te tragué. 

—La corona—replicó Alissa Daumier con un movimiento de cabeza, era alta y de rostro en forma de corazón—. Se puede doblegar. Esta labrada por humanos. Y los humanos se pueden doblegar. Cualquiera se romperá con la fuerza y la presión adecuadas. 

Winker calló y su hermano Jean Rude, de bigote espantoso, lo miró nervioso. Era una amenaza de los Daumier, y esa no era una amenaza que debía tomar a la ligera. 

—¿Por qué tendríamos que escuchar a un Daumier?—Reiteró Carlos Bramante, tenía el cabello muy corto y el rostro duro, aunque los ojos inquietos. Estaba envuelto en una capa marrón y debajo llevaba ropa fina—. Ustedes no merecen gobernar. No después de que sus antepasados llenarán de terror el mundo antiguo. Ustedes son descendientes de demonios. Usan brujería y... 

—Los regentes deben estar dispuestos a todo, Lord Bramante—replicó Johann girando la corona entre sus manos—. Somos los únicos que podemos gobernar este caos. El orden debe imponerse en esta isla... El mismo orden que perturbaron los Sisley por años. Los Daumier tenemos la fuerza para aplastar a los Scrammer, tal cual se hizo hace cientos de años. La isla necesita personas con voluntad firme, que no muden la expresión cuando las ciudades ardan y la sangre de los habitantes corra por sus calles—soltó la corona sobre la mesa—. Los Daumier merecen gobernar, más que ninguna otra casa... porque somos los únicos que podemos ponerle fin a la guerra. 

Un murmullo recorrió el salón. Samael Daumier miró a Friedrich cuando arrugó la nariz. Albert Herrera murmuraba con los mercaderes de aprobación, quizás le interese un control eficiente de la economía de la isla, era allegado a la familia Daumier. Daniel Betania se mostraba nervioso y sudaba mientras sus tíos hablaban entre ellos, planeando alianzas con los Daumier. Los pescadores miraban aterrados, se atrevieron a desafiar a la única familia que se propuso como gobernante. Ronnie miraba incrédulo a los Daumier, como si viera fantasmas. 

—No voy a llamar rey a un maldito nahual—sentenció Melissa Leroy ante las puertas del salón. Llevaba un elegante vestido blanco y el cabello oscuro largo, limpio y arreglado. La jovencita a su lado se escondió con nerviosismo—. No... No te ocultes, Louis, cariño. Esos malditos nahuales no piensan con cordura, igual que todos en este salón asfixiante. Johann Daumier dice que traerá la guerra a nuestros enemigos y los destruirá, pero... ¿No era eso lo que hicieron los antiguos gobernantes? Una gran mierda, ciertamente... es la guerra, mis señores. Asistí a la declaración de guerra y me dejé llevar por la decisión de Joel Sisley. Tengo dos hijas... y una de ellas partió junto al Sexto Castillo, a matar personas que no conoce... porque se lo ordenaron. Por el honor de magician. Tengo miedo de que mi hija, Claude Leroy... no regrese como dijo que haría. 

»Pienso que no necesitamos esta guerra sin sentido. Démosle el sur a Seth y firmemos un armisticio. Si elegimos a un rey que solo quiere la guerra para nuestra pequeña isla, debemos preguntarnos: ¿estamos tomando una decisión sabía? ¡No, para nada! ¡Que vuelva la paz y la prosperidad a nuestro reino! Necesitamos una mujer que luché por todos, en igualdad. Cuando mañana muramos... ¿Qué será de nuestros hijos y de sus hijos? ¿Queremos darle la misma mierda de mundo en el que nacimos nosotros? El mundo maldito que crearon los Sisley, Scrammer y Daumier. ¡No! Debemos unificar nuestras alianzas con el sur. ¿Volveremos a mandar a nuestros hijos a morir? ¡No! ¡Nunca más!

Los mercaderes hablaban entre ellos, aprobaban las palabras de paz, firmar un tratado significaría reanudar el comercio con Pozo Obscuro y Puente Blanco. Aunque Albert Herrera no parecía muy contento en perdonar las pérdidas que Seth le causó a su patrimonio. Carlos Bramante y Winker Rude hablaban con emoción. Incluso Anaís apretó su mano con los ojos vidriosos. Los Betania no parecían muy contentos con ceder gran parte de sus tierras a los campesinos que se rebelaron... murmuraban encolerizados. Lord Beret sonreía a Comodoro, sin duda... los dos volverían a sus experimentos en la Maison de Noir, cuando fueran revocados. Pero Friedrich quedaría al margen... No tenía a donde ir. Su castillo fue arrebatado y el destino de su familia pendía de un hilo

—¿No siente rencor por su hija, Leroy?—Lord Beret levantó la voz y el ruido se apagó inmediatamente, todos lo miraron confundidos—. Su hija muera, tirada y violada en el valle de Rocca Helena. Usted dice que quiere paz, pero desde que comenzó esta guerra... y desde mucho antes, no deseamos otra cosa... ¿De verdad no siente nada por ella? 

Melissa Leroy lo miró con lágrimas en los ojos. Los ojos de Beret penetraban en los fosos castaños de la mujer, extrayendo pensamientos con sus piedras de gélidas. 

—Cada segundo me muero de rabia por ese maldito dragón—dijo apretando los labios—. Quiero ir y despedazarlo con mis manos... Pero eso no traerá el descanso para mi hija. 

—Por supuesto—Beret se lamió los labios—. Firmar el armisticio, solo será el primer paso, mis señores. Seth Scrammer probó el sabor de la conquista. Se acerca desde Puente Blanco con el fuego y las espadas. Tomará las tierras de los Betania y no se detendrá hasta hacerse con el control..—¿Cómo lo sabe?—Preguntó Carlos Bramante, parecía escéptico. 

—Por la historia—confirmó Beret—. Es posible predecir los movimientos de una rebelión, basado en los hechos antiguos. 

—¿Qué hechos antiguos?—Samael Daumier se interesó. 

—Hablo de los acontecimientos ocurridos durante la rebelión de los Wesen—expusó Beret y casi todos asintieron, entre curiosos y asustados—. Aquellos que no conocen la historia están condenados a repetirla. Los Wesen se alzaron en Puente Blanco, ondeando sus estandartes de dragones blancos... Muchas familias estaban descontentas con las sequías. La comida escaseaba como ahora y Julián Sisley, no hacía nada al respecto. Los Wesen formaron un movimiento insurgente desde Puente Blanco, conquistando las tierras y los pequeños cuerpos de agua dulce que quedaron, otorgándoles tierras fértiles a familias como los Betania en su lucha. Ganando vasallaje. Reclamaron el sur y se les concedió... Hasta que las sequías acabaron. Pero la sed de conquista... no tuvo freno. Avanzaron hasta el norte, buscando el trono y los Sisley no tuvieron más remedio que responder con todo su poder... en la Guerra de los Díez Años, donde los Wesen desaparecieron y los Scrammer casi se extinguen. 

»El hecho es que: no existe la verdadera paz. Vendrán tiempos difíciles y Seth necesitará los recursos del norte. Seguirá avanzando hasta reclamar su autonomía. Destruirá a todas las familias que se nieguen a obedecerle. Ya saben... cuál es la única solución que funcionó en el pasado. Esta vez, habrá que exterminar a todos los dragones. 

Johann Daumier sonrió, lobunamente.

—Me gusta lo que dices, Beret. 

Melissa Leroy se secó las lágrimas y permaneció en silencio. Albert Herrera miraba expectante. 

—Yo sé lo que hicieron los Daumier en el pasado—recalcó Beret paseando la mirada por la sala—. Pero no los juzgo, por el juicio de personas que ya están bajo tierra. Muchas de las leyendas que los difaman, ni siquiera son reales. Los Daumier son nuestros aliados en esta guerra. Johann Daumier será el general que dirija los ejércitos—los ojos violáceos del hombre pálido brillaron—. Un cargo más importante que el del rey en tiempos oscuros. Encabezará el ejército, para demostrar que es mucho más de lo que se dice y piensa de él. Necesitaremos a todos, aquí no importa quién es más rico o tiene mejor sangre. Vamos a detener a una amenaza que se extiende desde el sur. 

—¿Usted será el rey?—Preguntó Daniel Betania, quien correspondía confianza... mirando a Beret desde sus ojos verdes. 

—No—negó Beret con una sonrisa—... No. Yo estoy muy viejo y mi juicio es malo. No, no... joven señor. Además no puedo engendrar hijos. Desde que el antiguo rey se postró en cama, una sola persona dirigió el reino entero y lo mantuvo en condiciones hasta nuestros días... con el poco poder que se le concedió, logró estabilidad y le puso un paro a la peste. Sería la persona más adecuada. Me refiero a un hombre joven... que está acostumbrado a gobernar. Hablo de que el próximo regente, debería ser Friedrich Verrochio. 

Friedrich permaneció en su lugar. La mano de Anaís aflojó la suya... Nunca pensó en ser rey. Ni siquiera podía imaginarse la corona en sus sienes. 

—No sea modesto, Lord Verrochio—Beret soltó una risita—. Usted se sienta en el trono mejor de lo que lo hacía Joel Sisley. Usted... más que nadie, ha sufrido por esta guerra al perder a su familia y a su hija. Es un hombre reservado e inteligente. Aprende de sus errores y sabe manejar el poder. No conozco a nadie mejor para gobernar. 

Friedrich asintió. El salón se llenó de murmullos de aprobación. El general de guerra Johann Daumier tomó la corona y caminó hasta Friedrich, se la colocó en la cabeza con delicadeza y aplaudió. El salón estalló en aplausos. Se puso de pie y todos aclamaron al rey Friedrich Verrochio. El primero de su linaje. Anaís sonrió con las mejillas encendidas. Lord Beret hizo una reverencia y lo condujo hasta el trono. Se arrodilló ante él con los ojos cerrados, podía ver como sonreía de satisfacción. Uno a uno, se pusieron de rodillas con vehemencia, Ronnie fue el último en arrodillarse al final de la sala. Excepto Melissa Leroy, abrió la puerta y se fue seguida de la jovencita Louis.

—¡Viva el rey Friedrich Verrochio!—Anunció Lord Beret—. El rey que traerá el fin a la guerra y la muerte a nuestros enemigos. El rey de la Tierra Prometida. Tiempos de cambio se acercaban para todos... porque un nuevo rey nació.

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