Capítulo 12. Balada del Anochecer

Capítulo 12: Que mujer más malagradecida.

Mariann tomó un algodón, lo mojó en aceite de ricino y se aplicó en las cejas y las pestañas. Aquel aceite era el producto de las semillas de la higuera infernal. 

—A veces... solo quisiera desaparecer. Pero hay un demonio en mí que se niega a acabar con la vida. Es un ser fútil que agoniza en sorbos de esperanza. Es un espíritu lamentable que se hunde en excrementos y me dice con arrogancia: un día más, vive solo un día, y tal vez en algún momento... se termine todo este dolor.

Mariann le pasó una esponja mojada por el rostro cubierto de cenizas a Sanz. El joven tenía una marca de fuego que le cruzaba la parte derecha del rostro. Los ojos color sangre refulgían en la oscuridad. Se quitó la máscara y le sonrió, el joven soltó dos lágrimas gruesas.

—Vivamos juntos, eternamente enamorados... en esta isla sin esperanza.

—Te sabes la canción de Niccolo—sonrió la mujer y volvió a mojar la esponja en el agua jabonosa—. Han visto a Gerard Courbet en los caminos. Ya no canta más, es bastante triste. A todos nos gustaban sus canciones, sus letras, sus significados. Los poetas buenos mueren antes de que su arte sea reconocido. No olvides que el mundo mata a sus poetas malditos.

—¿Estamos muertos?—Sanz se pasó la lengua por los labios agrietados. Bajo la capa de sudor y cenizas... olía a rosas y flores—. ¿Estamos en el cielo?

Mariann le limpió el rostro y el cuello. 

—Si este es el cielo no deberíamos estar aquí.

—Gracias a los dioses—el joven sonrió torcido y sus ojos brillaron como joyas de sangre—. Para una persona tan curiosa como yo, el cielo sería mi infierno.

Sanz rascó la piel endurecida de sus muñecas. Los brazaletes de oro debían molestarle. Se fundió en una esquina y pareció desaparecer del mundo. Mariann esperó con la máscara pegada al rostro hasta que los magos con máscaras de cuervo y perro entraron en la celda con un barril de agua blancuzca. El perro sostuvo a Sanz del pescuezo mientras el cuervo le vació el líquido en la boca. Después de media hora de atragantarse y vomitar sangre, se fueron frustrados. Sanz permanecía en aquel charco de suciedad con los morros salpicados de veneno. Todos los días subían a envenenar al pobre, pero nunca moría. Parecía tan cansado de la tortura que su único anhelo era la muerte.

Mariann le dio un trozo de pan suave.

—¿No quieres irte de aquí? 

El joven levantó los brazaletes de oro.

—No tengo adónde ir—se limpió el veneno de los labios hinchados—. Y si lo tuviera. Soy solo una sombra. Un espíritu que está cansado de reencarnar en esta isla podrida. 

Mariann se aferró a los barrotes.

—¿Quieres morir?

—¿Cómo podrías alivianar mi dolor?

—Puedo hacer muchas cosas—señaló instintivamente a la varita que escondía en la bota—. Podría acabar con tu sufrimiento antes que a esos magos se les ocurra separar la cabeza de tu cuerpo.

—Son cobardes—el joven levantó las palmas—. Antes eran magos de fuegos artificiales y ahora, les da miedo ensuciarse las manos.

—Yo no pienso permanecer aquí, Sanz.

—¿Te están molestando las muchachas?

—Descubrí un pasadizo secreto en el sótano del Séptimo Castillo—dijo en voz baja. Se bajó la capucha y el cabello negro cayó sobre sus pechos—. Me llevo a un sitio... diferente.

—Cada quién lo mira de forma distinta—Sanz se acercó desde la oscuridad. Era muchísimo más alto que Mariann aunque ella tampoco era muy alta que digamos—. Cada alma ve ese lugar conforme el color de su esencia.

—¿Qué existe más allá del suelo de este mundo?—Mariann llevó su mano al sol de bronce que colgaba de su pecho—. ¿Estaba en el infierno?

Sanz soltó una risita gutural.

—Deshazte de ese relicario inservible si quieres seguir siendo mi amiga—rió. Sanz parecía severo con los ojos rojos brillando en la oscuridad—. Los dioses han abandonado esta isla. Lo único que permanece bajo nuestros pies es el peso de los pecados. Es una masa de almas pérdidas... Estamos condenados.

—¿Quién eres?

—Ya te dije que soy la última reencarnación de Samael Wesen.

Mariann se dio media vuelta, se quitó la máscara de venado y salió de la celda. Esperó en un rincón oscuro a que el vigía cambiase de turno. Javier se recostó en la pared con la máscara de bronce pegada al rostro. 

Mariann emitió un pulso y la máscara del hombre saltó en pedazos. El hombre gritó y se tambaleó.

—¡¿Qué mierda?!

Mariann saltó y le escupió en la boca. 

Javier se pasó una mano por los labios salpicados de saliva. Estaba consternado, sus ojos verdes estaban vidriosos. Abrió la boca para decir algo y su lengua se convirtió en vapor. Emitió un silbido vaporoso. De su cuerpo brotó humo rojizo con un estallido. El hombre se derrumbó en un instante, convertido en un saco de carne y huesos humeantes. Entró en la celda con el ceño fruncido. El olor a carne chamuscada le irritó la nariz.

Sanz sonrió, incrédulo.

—Muéstrame tus manos—Mariann dio un paso y sacó la varita parpadeante. Sanz levantó los brazos cubiertos de arañazos—. El cráneo de una cabra blanca con cuernos negros.

La Proyección Cortante silbó como una serpiente y los brazaletes saltaron, partidos en su segmento más delgado. Hizo lo mismo con la cadena en su pierna y el olor a paja mojada inundó la celda. Tomó al joven del brazo y corrió por aquel túnel oscuro. Llegaron hasta su habitación y le arrojó una túnica escarlata deshilachada a Sanz. El joven se la puso por la cabeza. No tenía tiempo de llevar muchas cosas consigo. Preparó comida y monedas para el viaje. 

Estaba metiendo prendas de ropa y utensilios en una bolsa cuando escuchó las campanas en el torreón central del Séptimo Castillo. Las vibraciones metálicas atravesaron las gruesas paredes del edificio. Sanz se estaba calzando unas botas viejas en los pies pálidos.

—Los ángeles de la muerte están tocando sus notas fúnebres.

Mariann volvió a sacar la varita de su bota. Sanz se levantó, tenso. Escucharon el murmullo de pasos a través de las paredes. Salieron de la habitación y corrieron un pasadizo iluminado con lámparas de litio. Se colocó la máscara y cruzaron en una bifurcación que los condujo al patio de armas. Sobre el muro discurrían siluetas escarlata. Hacía mucho calor aquella noche de verano. Estaban sudando. 

El patio de armas era desolado al anochecer.

—La campana debió ser el cambio de turno—advirtió Mariann, en las sombras—. Podremos salir del castillo, pero al amanecer sabrán que desapareciste.

El patio estaba cubierto de arena amarillenta que ante la luz de la luna llena se volvía pálida. Se acercaron a una de las torres de vigilancia iluminada por una lampara en una mesa. El corro de magos jugaba a las cartas. Una joven de largo cabello plateado había repartido las cartas. Los hombres se quejaban con las mandíbulas apretadas.

—¡Maldita sea!—Se quejó un hombre con máscara de gato—. ¡Me ha salido la misma carta durante tres rondas! ¡Maldita sea!

La joven con máscara de lémur soltó una risita chillona. 

—Los hombres son malos perdedores.

El gato negó con la cabeza y golpeó la mesa.

—¡No voy a romperle la cara a una maldita mujer!

El oso y el pájaro intentaron disuadirlo de seguir jugando. Los cuatro pusieron las cartas en la mesa y las monedas. No sintieron a Mariann y Sanz acercarse. Bebían una botella de aguardiente y reían a carcajadas. Uno de ellos contó una historia. Con cada carta que ponían en la mesa, ellos daban un paso al rastrillo de aquella torre.

—¿Han escuchado sobre el temblor del Paraje?—El pájaro puso una carta con dos serpientes cruzadas. De los cuatro, era el único con cabello gris y cuerpo delgado—. Se acercan las fiestas de Diana en la montaña del Sol. Los peregrinos subían la montaña cuando un temblor en el corazón de las lomas provocó deslaves y muertes.

—Es un mal augurio—el oso soltó una carta sobre la mesa y gritó de satisfacción—. ¡Truco!

El gato soltó las cartas y golpeó la mesa con los puños.

—¡Maldita sea!

La lémur recogió las cartas y comenzó a barajar con dedos hábiles. Soltó el mazo y se levantó la máscara para beber un trago.

—¿Adónde van ustedes?

Los cuatro magos se giraron a ellos con rostros de dioses extintos. Mariann chasqueó la lengua.

—Vamos al río.

El gato se quitó la máscara. Era un tipo corpulento y velludo de rostro hundido y ojos negros. Tomó la botella y se la llevó a los labios rodeados de una barba dispareja.

—¿De noche?

—Hace mucho calor—sonrió Mariann y se limpió el sudor del cuello.

Los cuatro magos los miraron de arriba a abajo. El pájaro tenía una máscara de plata y los otros, simples máscaras de latón, bronce y madera. La lémur repartió las cartas.

—¿Van a hacer el amor?—Preguntó, risueña.

—Si.

—¡Vaya!—El pájaro levantó la botella y vació un pequeño chorro en el suelo—. ¡Ese es para mi esposa!

Mariann asintió, divertida.

El gato miró a Sanz, severo.

—¿Y dónde está la máscara del joven?

Mariann se giró. Sanz no tenía máscara, ocultaba el rostro con la capucha. Si veían sus ojos rojos, los atraparían. El hombre se levantó de la silla y caminó, tambaleándose hasta el joven. Le bajó la capucha y el cabello plateado de un joven pálido brilló como la luna. No conocía aquellos ojos violáceos cubiertos de humo.

—Te pareces mucho a Samael Daumier—soltó el gato—. Debes tener sangre de esa gentuza. Los naguales no deberían unirse a la Orden de la Integridad.

—Se lo comentaré a mi tío, señor.

—¡Pero si es un muchachito!—La lémur miró a Mariann, consternada—. ¡Pero esta mujer es una...!

Mariann tomó del brazo a Sanz y lo alejó de aquel hombre.

—¡Un momento!—Replicó el pájaro. Sus manos envejecidas golpearon la mesa—. Si Samael es tu tío y... Camielle Daumier está muerto. Recuerdo que el viejo Pisarro du Vallée lo llevó en sus brazos después de la Batalla de Valle del Rey—señaló a Sanz y su falsa apariencia—. ¡Es falso, es...!


La máscara de plata se derritió cuando le lanzó una descarga de esencia. El viejo gritó con el metal líquido corriendo en su rostro. El oso y la lémur sacaron sus varitas. Pensó en una Proyección Punzante y le disparó a la mujer y uno de sus senos explotó en un reguero sanguíneo. Mariann sintió un golpe en la cabeza y uno de sus cuernos se desprendió. Vio un destello y emitió un pulso. Las chispas saltaron ante su túnica con pequeñas rozaduras.

Sanz estaba forcejeando con el hombre barbudo. Su cabello se tornaba pálido, negro y rojo con cada parpadeo. El joven le hundió el puño en el estómago al grueso hombre y... sus intestinos saltaron desde su espalda con un estallido rojizo. El hombre se derrumbó en un charco de vísceras con un agujero humeante en su estómago.

El oso la estaba asediando con descargas piroelectricas. Mariann tenía su reflejo erigido y a penas podía contraatacar... No podía prolongar el combate porque estaban levantando un escándalo. Sanz hizo un ademán y la lámpara en la mesa explotó en llamas rojas. El oso cayó al suelo con la túnica envuelta en llamas sangrientas. Otro hombre se arrastró por el suelo con la cara bañada en plata derretida. 

Mariann y Sanz huyeron al bosque oscuro. La luna se escondió y caminaron en la oscuridad, perseguidos por árboles negros y espíritus nauseabundos. Estuvieron huyendo y escondiéndose de sombras y demonios durante horas silenciosas.

Llegaron a un claro iluminado por la luna, sobre el riachuelo se reflejaba una luna redonda y turbulenta. Un ojo plateado y brillante, reflejo de un alma hambrienta y desesperada. Mariann contuvo el impulso de lanzarse. La luz pálida desdibujó la silueta alargada de Sanz. La túnica escarlata colgaba hecha jirones de sus hombros desnudos. La mujer se quitó la máscara de venado y la arrojó al agua.

Los ojos rojos de Sanz resplandecían en el mar de tinieblas. La marca carmesí que atravesaba su cara emitía destellos plateados. El cabello castaño oscuro espeso y revuelto.

—¿Por qué te transformaste en alguien tan vistoso?

—Prefiero morir con otro rostro. De preferencia, alguien que sonríe con falsedad—Sanz se pasó la mano por el rostro y sus ojos se convirtieron en dos esferas de brillante cobre hirviendo—. Camielle Daumier soñaba con convertirse en un mago famoso. Fueron sus decisiones las que lo condujeron a tan cruel destino. Vivimos de sueños. Es lo que nos hace más humanos y... es lo que nos hace estúpidos.

—¿Tú lo mataste?

Sanz negó con la cabeza y el cabello cobrizo cayó sobre sus mejillas. Era el rostro de un héroe muerto.

—Murió como todos—se pasó la lengua por los labios—. Abandonó su sueño por la falsa ilusión del amor—parecía terriblemente afligido—. Los humanos somos tan... infelices. ¿Para qué tener sueños si vamos a morir? ¿Para qué enamorarse si nos romperán el corazón en mil trozos y se llevarán las piezas?

Mariann lo empujó y el joven cayó de culo al riachuelo. El agua la salpicó.


—¡Si vamos a escapar juntos debes dejar de hablar así!

—¡¿Cómo?!

Mariann pateó el agua y le empapó el cabello.

—¡Como si no tuvieras sueños y nunca te hubieras enamorado!—Volvió a salpicar el agua con la bota y sintió náuseas. Veía el líquido de un rojo tenebroso y el rostro derretido del anciano—. ¡Idiota!

Sanz se levantó del agua y la miró con una sonrisa lobuna.

—¿Cuánto tiempo llevas sin matar a alguien?

Mariann sintió un dolor en el vientre que la dejó sin habla. Estaba mareada. Le destrozó las costillas a aquella joven y le deshizo el rostro al viejo. Era una asesina. También había liquidado sin piedad a Javier, y él había confiado en ella. Estaba cubierta de sangre y apestaba. Las moscas la atormentaban. Estaba muerta. Llevó sus manos al sol de bronce en su pecho y cayó de rodillas.

—Mariann—Sanz la levantó como una niña y la abrazó con sus brazos delgados. Bajo las capas de tela sucia, sudor, cenizas y sangre seca... Olía a flores y perfume. Era una esencia muy agradable y era muy cálido—. No volverás a matar a nadie. Yo lo haré por ti. Te lo prometo.

—Gracias.

—Hemos corrido suficiente—declaró el joven y miró las estrellas. Los astros se unían en conjunciones perladas. Las nubes cubrían en cúmulos los enjambres de luces. Señaló la estrella más brillante del cielo—. Ese es Orión. El norte. Cuando salga el sol, partiremos en esa dirección para llegar al Paraje. Vamos a encontrar a los Sonetistas y dejaremos de huir.

Mariann se recostó en las raíces de un roble vagabundo. Usó la túnica como cobija. No los buscarían hasta el amanecer así que tendrían que partir antes del alba. En su bolso llevaba varios pañuelos para armar una almohada. Prefería dormir desnuda, pero no era prudente. No sabía lo cansada que estaba hasta que cerró los ojos y soñó con mariposas amarillas, flores violetas, túnicas escarlata y ríos manchados de sangre. Los Magos Rojos del Tercer Castillo esperaban, ansiosos, rodeados de ojos maliciosos.

—Te encargo a los muchachos.

Chantal le sonrió, triste. Leonardo la esperaba en la entrada de la mina junto al alto Brian y la delgada Jorkys. Si Mariann hubiera sabido de los explosivos dentro de la mina, habría matado a todos para impedir que entrarán. 

—Chantal—la llamó cuando se dio le vuelta—. Ten cuidado.

La señora del Castillo le sonrió y puso los brazos en jarras. 

—No te preocupes por mí—suspiró al ver los ojos afligidos de Mariann—. ¿Eres como un niña, sabes? Te preocupas mucho. Algún día... vas a estar sola de verdad. No tendrás a nadie que escuche tus montones de problemas. Pero no te preocupes, yo abogare para que cuando ese día llegué... No te sientas tan sola. Siempre voy a estar allí.

La fila de Magos Rojos desapareció en la boca de la mina y nunca más volvió a salir. Sus cuerpos nunca fueron encontrados en los escombros. Todos estaban muertos. Mariann se hundió en un erial negro que apestaba a sal. Las máscaras empolvadas la miraban con ojos de piedra, acusadores. Sintió mucho dolor y soledad. Las cartas de su amado Jonás y su distancia al no abrazarla por las frías noches. Ya no la tocaba, ni le acariciaba el cabello, ni le hacía el amor con aquella ternura desmesurada. Estaba vacía.

Despertó adolorida, con la sensación de un cuchillo de hueso traspasando sus entrañas. Le picaban con dolor los intestinos. Estaba cubierta de sudor por el calor. Sanz rellenó las cantimploras con agua del riachuelo y partieron, lejanos por un camino escurridizo cubierto de hierbajos. El verano estaba llegando a su punto más caluroso. Las ondas se levantaban del suelo a través del empedrado. Se dirigían al norte en dirección al sol, con suerte... llegarían al Paraje en cuatro días.

Le agradecía a Dios que Sanz fuera un compañero tan comprensivo y elocuente. Porque ella no lo era: se la pasaba callada e irritable. A veces golpeaba a Sanz sin razón o lo insultaba porque estaba cansada de caminar. Ya no quería hablar y le dolían las piernas cortas. Al sexto día de caminata no se quería levantar. Mariann estiró las piernas, quería bañarse y lavarse el cabello. La túnica escarlata debía tener un color caramelo. Su cabello estaba enmarañado y sucio. 

—Levántate, mujer—Sanz la tocó con un palo largo, como si no quisiera tocar un animal muerto—. La Orden nos debe estar persiguiendo.

—Me duele todo el cuerpo y este calor es insoportable—se quejó Mariann. Sanz se agachó junto a ella y le quitó una rama del cabello—. Anoche no podía dormir y un ratón trataba de lamer mi coño.

—Es tu culpa por dormir sin pantalones... ¡Ni ropa interior!

—¡Hace mucho calor!—Mariann sintió un calambre en el estómago—. ¡Y tengo mucha hambre! Las zarzamoras y las raíces no son comida. ¡Y no voy a comer gusanos como tú! 

—¿Qué tienen de malo los gusanos?

—¡¿Qué tienen de bueno los malditos gusanos?!

Mariann se sentó en el suelo. Le dolía la espalda, el cuello y el culo. Estaba cubierta de picaduras, raspones y sudor. Debía oler horrible. 

—Nunca llegaremos al Paraje—tenía ganas de llorar. Le dolía el vientre y reprimía las náuseas—. Estamos perdidos. Vamos a morir: envenenados por zarzamoras. 

Sanz se sentó detrás de ella y la abrazó. Sus brazos llevaron su cabeza al pecho del joven y Mariann quiso llorar. Sanz nunca dejaba de oler a flores. 

—No te permito rendirte, Mariann Louvre.

—Escapar fue una mala idea.

—Era nuestra única idea.

—¿Para qué quieres llegar al Paraje?

Sanz resopló.

—Necesito llegar allí.

La ayudó a levantarse y siguieron caminando mientras comían zarzamoras. Sanz masticaba grandes gusanos blancos, decía que sabían a nuez. Mariann intentó probar uno, y vomitó cuando sus dientes lo tocaron. Siguieron vagando por una colina escarpada hasta que avistaron un valle cubierto de casas. Se emocionó cuando llegaron a aquel lugar.

Las casas destartaladas parecían vacías. Las pocas personas que vieron estaban escondidas. Aquel valle consistía de unas cien casas de madera y una mansión en la colina, pero el edificio alto había sido deshuesado hace mucho tiempo. Solo el esqueleto y algunas paredes permanecían en pie. Rostros pétreos y tejados de pizarra. Las plazas vacías y los árboles marchitos. Un par de personas llenaron cubetas del pozo del poblado, pero no respondieron preguntas. Las estatuas habían sido despedazadas y en su lugar habían pedestales vacíos. Todo el pueblo estaba sumergido en una oscuridad fantasmal.

Mariann echó un vistazo a las casas desocupadas.

—¿Qué está pasando en esta isla?

—Se acercan las peregrinaciones a la montaña del Sol—Sanz miró los tejados de paja, ventanas de crisoles y puertas envejecidas—. Muchos debieron marcharse al Paraje para las fiestas patronales.

—Pero hay muy pocas personas... No hay ningún niño.

Entraron en una posada desocupada. Algunos granjeros bebían en la barra. Mariann moría de hambre, pero en las existencias solo quedaban caldos con escasas verduras. Sanz parecía contento de poder beber licor. Tomó el caldo mientras bebía cerveza. Una mujer se acercó a ellos, debía ser una posadera. Parecía terriblemente cansada.

—¿Van a quedarse a dormir?

Sanz le sonrió.

—Nunca había visto el Valle de Sales tan desolado.

Mariann se llevó el caldo a los labios y lo devoró con la lengua adormecida. Tenía tanta hambre que podría comerse un tigre.

—¿Este es el Valle de Sales?

—Nos estamos acercando al Paraje—Sanz asintió, degustando—. ¿Por qué todo está tan desolado?

La mujer se encogió de hombros.

—Los Zorros vinieron desde el Séptimo Castillo y se llevaron a todos los magos errantes que se escondían... y a los niños. Los vimos arrojar un líquido azul en el pozo y marcharse. Dijeron que era una ofrenda para Bel, pero... Parece que nos echaron una maldición. Las mujeres embarazadas abortaron y los hombres, al parecer... perdieron la capacidad de procrear.

Mariann llevó sus dedos al sol de bronce.

—¡Por Bel!

—Hace unos días un sacerdote de la Iglesia del Sol llegó del norte—la mujer le recargó la jarra de cerveza a Sanz—. Dijo que se acerca la tribulación. Que el pueblo está siendo escogido y que pronto todos seremos libres del tormento.

—Se acercan los tiempos finales.

La camarera se marchó cuando Sanz le dio un par de estrellas de cobre

—Podría ser que el sol queme al mundo—dijo el joven y se encogió de hombros—. No lo sé.

—Escuché de Pablo Draper que Damian Brunelleschi estaba muerto—Mariann revolvió el caldo—. Lo encontraron decapitado en la Iglesia del Sol. Un ángel le cortó la cabeza cuando se opuso al mandato de Dios.

—«Al mandato de Dios»—sonrió Sanz, frívolo. La marca de fuego en su rostro parecía brillar—. Beret se ha convertido en el Sumo Pontífice de esa iglesia hereje. El Culto del Gran Devorador está gobernando la isla, moldeando la sociedad a su imagen y semejanza. Sabrán los dioses cuál es su verdadero plan. La Guerra Larga y la de Unificación fueron parte de su estratagema para subir los peldaños al poder—levantó la cuchara con el ceño fruncido—. Ellos esparcieron la peste y asesinaron a todos los que participaron en el Armisticio. La Cumbre Escarlata y toda su corte de magos negros se encargó de deshacerse de la Sociedad de Magos. Ahora que ya nadie se opone van a implementar su prototipo de sociedad; «el pueblo escogido». Están construyendo un misterio debajo del Séptimo Castillo. Escuché rumores en las celdas sobre secretos bajo Valle del Rey. Nunca he sido un hombre religioso, pero... Creo que nunca es tarde para aprender a rezar.

—¿De dónde eres, Sanz?

—Cassini Echevarría me mandó a buscar el Libro de los Grillos el pasado invierno—tomó el plato de sopa y la sorbió—. Creía que podría vencer a los magos negros con aquel poder. Pero, la Sociedad de Magos se desintegró desde el interior. El Caoísmo conquistó la isla y los sueños de redención fueron sepultados bajo una montaña de cadáveres. Pero, aún tengo sueños con hombres serpientes. Que caos... El valor de la vida pierde su significado cuando se esfuma el sentido de ser humano. Es entonces cuando nos embriagamos de sueños para seguir viviendo. 

—¿Entonces qué vas a hacer en el Paraje?—Mariann no podía probar el caldo insípido. El hambre se desvaneció abruptamente—. ¿Vas a seguir buscando el legendario libro de magia negra?

Sanz soltó una risita gutural.

—Alguien me está esperando—dejó el plato vacío en la mesa y bebió un gran trago de cerveza—. Y esta vez... No la voy a decepcionar. La Secta de las Sombras desapareció junto con la Institución. Ya no soy un mago. El Mago Rojo del Anochecer ha muerto junto con el legado de Sam Wesen. Vuelvo a ser...

—¡El maldita Sanz Fonseca!

El mago de túnica escarlata se sentó junto a ellos y dejó su máscara de cabra sobre la mesa. Unos rizos negros cayeron sobre hombros huesudos. Tenía los ojos muy azules. Olía extraño, nunca había sentido una esencia tan... corrupta. Mariann estiró sus sentidos y percibió el escándalo de una docena de cuerpos afuera de la posada. Eran bolsas de ruido acuoso que latían y hablaban. Una jauría de fantasmas de hielo incandescente que desprendían chasquidos metálicos. 

—Gabriel de Cortone—Sanz bebió el resto de la cerveza y dejó el vaso sobre la mesa—. Creí que habíamos cerrado las negociaciones.

—La Orden de la Integridad sigue pagando bien—sonrió, malicioso. Sus ojos azules brillaron como centellas. Tenía muchos brazaletes y anillos bajo la gruesa túnica—. Desde el Séptimo Castillo mandaron la orden de búsqueda del fugitivo Mago Rojo del Anochecer—negó con la cabeza y sus rizos negros se agitaron—. ¡Por los dioses! ¡Podría encontrar tu esencia así estuvieras al otro lado de la isla! ¡Es un hedor a rosas con alcohol que impregna todo lo que toca!—Miró a Mariann y se mordió el labio—. Mariann Louvre, la Castellano del Sexto Castillo—soltó una risita—. ¡Ahora yo soy el castellano de ese castillito! Un duelo entre castellanos sería algo vistoso de ver... ¿No lo cree?—Puso su otra mano sobre la mesa y dejó una varita de pino: larga y flexible. Pero era extraña, la madera grisácea; muerta y agrietada—. Las varitas no duran mucho en mis manos. No pueden soportar el poder hirviendo en mi sangre.

Sanz miró la varita y sonrió, burlón.

—Lo que no soportan es tu esencia corrupta—miró como las sombras escarlata entraban en la posada con las máscaras brillosas, las varitas y los bastones tensos—. Dime, Gabriel, viejo amigo... ¿Qué se siente estar pudriéndose por dentro? ¿Cómo se siente el que tu cuerpo vaya rechazando la sustancia que corrompe tu sangre cada segundo? Tu cuerpo se debe estar desmoronando con cada amanecer.

—¡Cállate!—Gabriel golpeó la mesa con la varita y esta se despedazó en cenizas—. ¡El Elixir de Cinabrita cataliza la quintaesencia en mi sangre! ¡Tú deberías saberlo porque mataste a los que lo estudiaron! 

Sanz reventó en carcajadas y miró, crédulo, al séquito de magos que los rodeaba. Mariann miró su plato de sopa: la grasa se cuajó en una película armoniosa color leche. Tocó el plato con los dedos y la madera chisporroteo. Un hilo de humo negro flotó ante sus ojos. Miró la jarra de cerveza en la mesa.

—No te hagas el loco, Gabriel—Sanz se chupó el labio, risueño—. Cuando arrastramos la bolsa con los cuerpos de esos magos negros... ya estaban podridos hasta los huesos. Pisarro abrió sus canales energéticos y presenció la gangrena—se acercó tanto al hombre que creyó que lo iba a besar—. Bajo esa túnica debes apestar a mierda.

Gabriel frunció el ceño y apretó los dientes. Levantó un puño para golpear a Sanz. El joven se encogió en un movimiento que no pudo ver y Gabriel cayó del asiento con la nariz enrojecida y los ojos cubiertos de lágrimas. Los magos apuntaron con las varitas y Mariann levantó la jarra de cerveza. Sintió que el barro se rompió y al momento, sus dedos entraron en contacto con el líquido... Una nube de vapor neblinoso los cubrió. El calor le golpeó el rostro y cerró los ojos. Escuchó un centenar de estallidos y crujidos. El mundo desapareció, inmerso en una nube de ensueño. Una mano de dedos crueles tiró de su cabello y el rostro metálico de un zorro apareció ante ella. Los fantasmas escarlatas en la niebla ardiente dispararon destellos de colores nítidos. Mariann agarró aquella mano y la energía salió de su brazo con un entumecimiento. La túnica del zorro se convirtió en un chorro de vapor y... se redujo a un montón de carne seca con un gemido. 

Sanz golpeó la mesa y las tablas saltaron convertidas en llamas rojas. Mariann saltó de la silla con la cabeza gacha mientras los destellos pasaban peligrosamente cerca. Buscó la varita en su bota e hizo el ademán brusco de lanzar una cortina invisible. Escuchó los destellos al reventar contra su reflejo.

«Un remolino invisible corriendo a toda velocidad a mi alrededor».

La niebla subió al techo de la posada y la fila de fantasmas sangrientos empezó a disparar en ráfaga. Las vibraciones deformaban la luz y las descargas al chocar contra el reflejo salían despedidas en repulsión. Mariann se mantuvo firme mientras contenía el aliento.

Sanz saltaba sobre las mesas, siendo perseguido por estallidos y bolas de luz. Saltó sobre tres mesas antes de que saltarán en chispas y astillas. Gabriel se levantó del suelo con la nariz sangrante, levantó una mano con brusquedad y envió un pulso. Nunca había visto un pulso tan fuerte desplazarse en el espacio: deformó las sustancias con un zumbido antes de chocar contra el cuerpo de Sanz. El joven se cubrió con los brazos, pero el pulso lo agarró en medio de un salto. Su cuerpo chocó contra una pared de tablas y botó hacía el suelo. Sanz giró en el último momento y amortiguó su caída para aterrizar detrás de Mariann con una sonrisa de imbécil.

—¿Por qué peleas, Mariann Louvre?—Preguntó. La nariz le sangraba y reposaba sobre una rodilla con el gesto adolorido.

Mariann resistió la ráfaga a medida que daba pasos en retroceso. Las mesas, las paredes y el techo eran convertido en astillas. La Barrera de Absorción Cinética regresaba las descargas con el mismo impulso, pero la fila de magos se mantenía firme con defensores hábiles entre los suyos. Los muebles de madera envejecida empezaban a arder con ferocidad... cubiertos por llamas rojizas. El humo comenzó a escocer sus ojos.

Gabriel juntó sus manos con un aplauso y formó una esfera invisible. El humo se deformó a su alrededor, las ondulaciones eran extrañas. 

—¡Una bestia colosal se arrastra en la oscuridad!

Mariann apretó los dientes cuando el mago le lanzó aquella sustancia perforadora. Sintió como la barrera se tambaleó ante el impacto y un toro invisible la embistió. Las vibraciones no fueron suficientes para detener el impulso de la proyección y la traspasó. Alguien la llamó desde la oscuridad. Su túnica se deshizo en jirones de tela y sus pies se desprendieron del suelo. Giró en el aire hasta encontrarse con una superficie muy dura. Escuchó un golpe y todo se oscureció con un entumecimiento en cada miembro. 

—Mariann—el rostro de Jonás apareció ante ella con una sonrisa. Llevaba aquella barbita descuidada y el cabello negro cayendo sobre sus orejas—. Te dejé muy cansada.

Los dos estaban desnudos en la cama. Exhaustos de tanto hacer el amor en sus primeras noches de casados. Lo dolían los muslos y sentía la entrepierna cubierta de un líquido pegajoso. Jonás era un amante muy energético y le costaba seguirle el ritmo. Su boda... repletas de flores y baladas románticas antes del anochecer. Canciones preciosas que hablaron de la belleza de la vida y la ignorancia de la juventud. El sacerdote los unió para amarse hasta la muerte bajo un palco donde se avistaron cada una de las estrellas azules. Una arpista cantó una canción de compromiso y sellaron el acuerdo con un beso.

Jonás reía como un tonto.

—¿Crees que tendremos un niño o una niña?

—Que sea lo que Dios quiera.

—¿Y cuántos tendremos?

—Con tu entusiasmo quizás una docena.

Jonás le tomó las manos y se las besó.

—No importa cuántos tengamos—le prometió con lágrimas en los ojos—. Siempre te voy a querer.

Mariann le acarició la barbita.

—¿Y cuando seamos viejitos y no tengamos dientes?

—Te voy a querer mucho más.

—¿Y si morimos y hay un cielo?

—Bueno, entonces—se acercó y rozó sus labios—. Entonces... me escaparé del infierno y te haré el amor en una nube en honor a nuestros recuerdos.

Jonás la besó. Sus labios amables la cobijaron con ternura y la llevaron lejos... lejos... lejos. Su rostro desapareció con un suspiro y todo se desvaneció.

«Y ahora cuando cierre mis ojos, recordaré mis labios fríos besando tu rostro... y te amaré mientras me ahogo en lágrimas»

Mariann despertó con las manos atadas y el cuerpo adolorido. Tenía los labios cubiertos de sangre seca y un sabor arenoso en la boca. La túnica escarlata estaba despedazada y sus costillas dolían cuando se movía. Los llevaban en un carromato que crujía con cada piedra del camino. Sanz yacía tirado junto a ella y no tenía un aspecto mejor: le deformaron el rostro a golpes. Sus ojos eran dos manzanas moradas y estaba cubierto de sangre y sudor.

—Mariann—la llamó con voz débil.

—Creo que me orine —tenía los pantalones empapados y apestosos.

—Estabas llorando dormida—Sanz miró el techo del carromato. Con cada movimiento repentino, sentía que sus órganos iban a explotar de dolor—. ¿Era una pesadilla?

Mariann resistió el dolor en el vientre.

—Ojalá nunca hubiera despertado. 

La caja se estremecía con cada chasco. Cada vez que crujía... sus propias costillas ardían de dolor. Sanz se giró y escupió el exceso de saliva sanguínea.

—¿Por qué crees en Dios?

Mariann tosió y sonrió con inocencia. Sus dedos fueron instintivamente hasta el sol de bronce que colgaba de su pecho, pero no lo encontró. El relicario se debió romper con la proyección.

—No sé—se lamió los labios cubiertos de sangre—. Si no existe Dios. No existe un cielo, y... quisiera ver otra vez a algunas personas que perdí en los caminos de la vida. Estoy... esperando morir para verlos otra vez.

—¿Y si no hay otro lado?—Sanz miró el camino: verde y tortuoso—. ¿Y si después de morir solo vemos oscuridad?

Mariann se mordió los labios y sintió ganas de llorar. Sanz la miró, comprensivo... y negó con la cabeza.

—No me hagas caso—dijo, tenía los dientes manchados de sangre—. Tú eres tú. Y tú vas a tu ritmo. Nunca te detengas... y llegarás muy lejos. 

—¡¿Qué tanto hablan?!—La Cabra apareció ante ellos con un bastón. Golpeó la jaula. Los ojos gélidos de Gabriel brillaban detrás de la máscara—. ¡La gran Mariann Louvre no pudo detener mi conjuro! ¡Y también tengo al Mago Rojo del Anochecer!—Se asomó por los barrotes donde reposaba Sanz—. ¡Siempre imaginé que uno de los dos terminaría así! Te estábamos guardando en Séptimo Castillo para usarte como un sacrificio. También encontraremos una forma de lidiar con Mariann Louvre. Siempre se necesita sangre peculiar para el futuro. Quizás los usen como sacrificios, o como baterías o... para la cría de niños puros.

Gabriel se alejó y el camino continuó en aquella tortura tambaleante.

—El semental Sanz Fonseca—el joven sonrió como tonto—. No sería un mal trabajo.

Los párpados de Sanz estaban rojos e hinchados. Las ropas que llevaba estaban chamuscadas y pegadas a su piel. ¿Cómo podía seguir vivo? Se negaba a morir... o la muerte lo torturaba con su ausencia.

—El mundo está cambiando—Sanz tosió y sus dientes se mancharon de sangre—. Los veranos cada vez son más calurosos y los inviernos más crudos. La tierra no es tan fértil y abundante como antes. Los peces empiezan a escasear de los puertos. Y el cielo nocturno... está cada día más lleno de humo. Es como si las estrellas estuvieran desapareciendo.

—¿Crees que está pasando algo al otro lado del mar?

—Hace años que no llegan pájaros a la costa—el joven estiró el cuello y se escuchó un crujido—. Y cada maldita profecía habla del fin del mundo. Esperemos que bajen los dioses o que lo hombres destruyan su mundo. Lo que pase primero, realmente me importa poco. Si todos los hombres son borrados, no se perdería nada.

Mariann sorbió por la nariz enrojecida y prefirió guardar silencio. Las ruedas rechinaban, la madera crujía y el camino se volvía cada vez más pedregoso. Estaba atardeciendo en el infierno y los demonios con túnicas gastadas reían de su miseria, pero sobre todo, de los que eran más miserables que ellos. Escuchó las ruedas repiquetear sobre el camino empedrado que unía la isla. El camino real que labraron cientos de obreros durante la época de Vidal Sisley. Fuente de martirio para los magos durante la Purga. Los caminos estaban manchados de sangre y recuerdos. 

Mariann cerró sus ojos, estirando sus sentidos hasta sentir la resonancia de las almas. Escuchó metales tintinear. Gritos de dolor. Carne cortada. Huesos triturados. El camino olía a sal, herrumbre y muerte.

Imaginó a la caravana: una veintena de magos de túnica escarlata y máscaras de animales, transportando carrozas con robustos mulos. Las esencias los rodeaban con susurros de perfumes desconocidos. Los árboles se movían, crujiendo entre los arbustos. 

Mariann escuchó un estallido y la carroza se detuvo abruptamente. Contuvo el aliento cuando el dolor la invadió. Escuchó un escándalo de sonidos difusos: perros ladrando, estallidos, crujidos, pisadas, gritos, gemidos de dolor. Sanz se dio vuelta y se puso de rodillas con las manos atadas. La carroza tembló. Los magos corrían en todas direcciones disparando con sus catalizadores y huían...

Mariann se arrastró conteniendo el dolor y el techo de la carroza desapareció con un resplandor dorado. Cerró los ojos cuando las astillas volaron. Una de las ruedas se desprendió y Mariann cayó al suelo.

Un griterío se alzó en medio del escándalo y desapareció en un estallido cuando los desconocidos se lanzaron al camino.

Gritó de dolor al encontrarse su espalda con el suelo empedrado y la boca le supo a metal. Veía un montón de botas corriendo y saetas clavadas en el suelo. El cadáver de una maga escarlata permanecía en el suelo con una parte de su cabeza convertida en pulpa. Un fuego ardía en algún lugar.

—Mariann—Sanz estaba agachado junto a ella. Sus ojos estaban cerrados por los moretones y su nariz sangraba—. Levántate.

Su cuerpo gritaba de dolor. Sanz la ayudó a ponerse de pie: tenía las piernas adormecidas. La caravana se deshizo rápidamente tras el ataque y algunos cadáveres yacían abandonados, cubiertos de saetas. Un hombre se acercó a ellos; capa negra, rizos oscuros, rostro enjuto y una delgadez cadavérica. Lo conocía de algún lugar.

—Señora Mariann Louvre—hizo una reverencia. Sus ojos oscuros le parecieron extrañamente familiares.

Sanz contuvo la risa.

—Nadie es tan difícil de matar como tú—le sonrió y sostuvo a Mariann—. El maldito Jean Ahing.

A ellos se acercó un hombre rubio de ojos dorados que vestía una capa roja con lunares azules. Junto a él iba un corpulento mercenario cubierto de metal con una ballesta en las manazas.

Mariann escupió el sabor insípido a sal, sintió una repulsión y odio instintivos por aquel hombre de sonrisa fácil.

—Courbet.

Gerard miró a Sanz y frunció el ceño.

—Mírate, Gerard Courbet—sonrió el joven. Conocía aquella sonrisa socarrona que exhibía conflictos—. Nunca pensé que nosotros nos encontraríamos. Creí que eras más alto.

Los ojos de Gerard lanzaron destellos dorados.

—Y yo pensé que eras más apuesto—dijo. Los escudriñó de pies a cabeza, debían tener un aspecto ensangrentado y lamentable. Aún así, sus labios dibujaron una sonrisa—. Los encontraron. Nunca pensé que ninguno de ustedes estaría con vida. 

—Señor Courbet—una máscara de plata nació desde los árboles. Era un lobo que vestía prendas de cuero y llevaba varios puñales en el cinturón—. Gabriel y sus zorros escaparon por el bosque.

Gerard pareció sumergirse en pensamientos. La brisa calurosa agitó su cabello de oro y su semblante severo. Junto al lobo de plata aparecieron varios jóvenes armados. Reconoció a los estudiantes del Jardín de Estrellas que aspiraron a los Castillos años atrás: Víctor Boucher, Simon Fonseca con una ballesta, la tímida Amanda Flambée que propuso unirse a su guarnición y Pedro Corne d'Or con un hacha en las manos. Melquíades Grosseur tenía un cuerno en el cinto y una espada ensangrentada. El de la máscara debía ser el distintivo Alexis Brone que aspiró a candidato para el Primer Castillo y lo rechazaron. Todos fueron jóvenes inocentes del verano y ahora, estaban bajo las órdenes de un mago negro nefasto.

Jean Ahing la ayudó a caminar por el camino empedrado.

—Señor Courbet—Amanda llevaba el cabello trenzado y brazaletes rígidos. El cuero la convertía en una guerrera y el puñal en su cinturón estaba acompañado de una ballesta astillada. Parecía una fiera con ansías de ser liberada de su jaula—. Los seguiré y avisaré si no deponen las armas.

Gerard levantó una mano enguantada: bajo su capa de lunares azules vestía todo de negro; llevaba un puñal y un hacha.

—No voy a permitir que los maten—recalcó y la capa de colores volvió a cubrir todo su cuerpo—. Pudimos aventajar a Gabriel porque se descuidó y atravesamos la espesura hasta el camino real. Ellos huyeron porque desconocían nuestro número.

—Tampoco es que seamos muchos—el profesor Filipo Aureolus se veía extraño sin los trajes ostentosos. Llevaba cuero tachonado, una ballesta y un puñal rudimentario. El hombre la miró y asintió con las muelas apretadas—. Somos los únicos que puedes ver.

El joven Pedro de complexión robusta y altura prominente la ayudó a mantenerse de pie cuando comenzaron a subir por una pendiente boscosa. Le costaba respirar. Pensaba en la maldad de Courbet y sus asesinatos. En el norte decían cosas nefastas del Hijo de la Sal y su séquito.

—¡Courbet!—Lo llamó Mariann y se detuvo. El hombre encabezaba la fila, se dio media vuelta y la miró ceñudo. Sus ojos eran fuegos de artificio y la altura de la pendiente parecía convertirlo en un dios indigno. El hijo de los dioses de la sal y la muerte—. ¡¿Qué quieres de nosotros?!—Miró a Sanz, desafiante—. ¡Somos personas libres! ¡Y no seremos tus prisioneros!

Gerard la miró largo rato, indescifrable. Mariann podía convertir a las personas en vapor con tocarlas, pero con Courbet bastaba una mirada para convertirte en una estatua de sal. Cada vez que respiraba su aroma sentía el salitre del mar y la tinta podrida de su sangre.

—¡Mariann!—La llamó Sanz, que se debatía con el rostro destrozado—. ¡Cierra la boca!

—¡No seré el peón de un sucio mago negro!

Los ojos de Gerard ardían. Sentí rabia ciega por los magos negros. Dio un paso a ella y luego otro, comenzó a bajar por la pendiente. El grupo se paralizó, se mostraron nerviosos. Mariann escupió la sal de la boca y miró con rabia al mago negro de... misteriosos ojos dorados. Una inusitada belleza era desprendida por aquellos crisoles vivaces. 

—Suelten a la terca mujer—dijo Gerard. Jean y Pedro la soltaron sin dudar, Mariann cayó al suelo y no pudo ponerse de pie con las manos atadas. La pendiente quería arrastrarla hacía abajo. Gerard se inclinó junto a ella y sacó su cuchillo. Sus ojos de fuego la devoraban con ferocidad—. Que mujer más malagradecida—le cortó las cuerdas de las muñecas—. De seguro te contaron muchas historias de mi padre y de mí... quién sabe si son verdaderas. 

Mariann intentó levantarse y sus brazos cedieron. Cayó de cara en la hierba resbalosa. Gerard rió, burlón.

—¡¿Qué quieres de mí?!

—¿Quién dijo que quiero algo de ti?—El mago miró a su alrededor—. Nosotros los del fondo. No queremos nada de nadie. No tenemos sueños de redención, ni esperanzas. Somos los últimos: los que nunca fueron amados. Los Sonetistas que cantan baladas al anochecer, canciones a la medianoche y poemas al amanecer. Solo conocemos un camino y es el de la persecución, la crueldad y el egoísmo de seguir viviendo.

Mariann se arrodilló y sintió que se iba de espaldas cuando Pedro la sostuvo. Estaba muy cansada, pero ante ella estaba Gerard Courbet y su locura. El juramento que hizo contra el Caoísmo era más fuerte que su voluntad. El odio hacía ese hombre malvado...

—¿Sonetistas?

—Vamos a derrotar a la Cumbre Escarlata—guardó su puñal y se pasó una mano por las cicatrices del rostro—. Y vamos a seguir viviendo a plenitud en esta isla que se desmorona. 

Mariann escupió el exceso de sal en la boca y contuvo una carcajada.

—¿Y cómo la palomilla va a vencer al alicanto?

Gerard le dio la espalda y continuó subiendo por la pendiente. El resto lo siguió, cargando con las armas y el saqueo de la caravana. Mariann se arrastró y los codos le sangraron.

—¡Es demasiado peso!—Gritó, adolorida —. Esta responsabilidad... ¿Cómo sabemos que podemos lograrlo?

Gerard la miró por encima del hombro y sonrió.

—¿Cómo sabemos que no, Mariann Louvre?

La mujer se irguió, adolorida, y señaló al hombre.

—¡Algún día voy a matarte, Gerard Courbet!

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