El Horror de Ciudad Zamora

 El Horror de Ciudad Zamora

Gerardo Steinfeld

I.

Existe un horror indescriptible que flota a nuestro alrededor como un miasma supurante, proveniente de cavidades execrables y mausoleos nefastos donde la maldad encarnada y la vileza humana confluyen en los suburbios modernos y barrios marginales como pústulas cancerígenas; inyectadas de mezcolanza ignota engendrada en el antiguo y abominable continente africano. Un mal diabólico ha sobrevivido desde épocas paleolíticas, latente durante la colonización como un endriago, hasta que las raíces de esas colonias provenientes del supuesto «viejo mundo» chuparon las abominaciones enterradas en nuestro territorio maldito.

Durante mis pasantías en la decrépita Ciudad Zamora fui testigo de horrores soterráneos allende esferas de comprensión humana, que atraparon mi mente en un espiral de locura demoníaca. Desde los discursos impactantes de los lunáticos que rebosan el manicomio local con sus anécdotas estrafalarias plagadas de horrores enloquecedores; hasta los rituales sangrientos que me llevaron, de primera instancia, a experimentar los misterios de un universo agonizante y los inframundos esquivos a nuestras vidas cotidianas. Este capítulo de terror inmemorial me arrastró por la ribera turbia del río oleaginoso, y no volveré a contemplar una afluencia profunda sin estremecerse hasta el tuétano. La locura se ha apoderado de mí, tanto... que el simple olor a pescado es capaz de blanquear mi tez y descontrolar mi sistema circulatorio. A veces sueño con siluetas fantasmagóricas persiguiéndome en el fondo de un lecho viscoso y arrastrándome a un Mar Estigio y grasiento donde escucho el griterío de miles de almas atormentadas.

Escribo esto para expresar en palabras—aunque sea inverosímil e inenarrable—, los hechos que me obligan a abandonar mis pasantías universitarias en el Psiquiátrico Bolivariano y escapar como un neurótico de la iracunda Ciudad Zamora y sus aquelarres impíos, adoradores de dioses locos y diablos danzantes bajo lunas gibosas que alumbran la calumniosa Piedra erosionada que flota en medio del río Orinoco.

Habiendo culminado mis estudios de psiquiatría clínica en la prestigiosa Real Universidad de Nueva Bolívar tras seis años fuera de mi provincia natal en Montenegro, uno de mis profesores más allegados, el Catedrático Emmanuel Cuero, arqueólogo y erudito en ocultismo, me recomendó al Psiquiátrico Bolivariano de Ciudad Zamora para ejercer mi servicio comunitario. Viajé en autobús y me establecí en un modesto arriendo cercano al Malecón con vista al turbulento y arenoso cauce, indetenible e incorruptible, que atravesaba la Angostura del río coronado por el titánico puente moderno. El malecón era una pasarela de tiendas, bancos y locales comerciales en una vorágine de calles y casas coloniales de fachada pintoresca que sobrevivían hasta nuestros días en estrechas avenidas históricas. Me entretuve recorriendo las callejuelas de adoquines y los jardines ornamentados con bustos de próceres aguerridos, y los monumentos emblemáticos que se alzaban como una muestra del diplomático y sangriento pasado labrado por el acuartelamiento del Libertador y su comitiva. Mis paseos para escrutar el atardecer del río se convirtieron en rutina: un mórbido placer me estremecía al contemplar el sol anaranjado fundirse en el horizonte líquido como una moneda de cobre hirviendo sobre el fragor de carboncillos al rojo. La presencia de la Piedra poseía un inusitado poder hipnótico, silenciosa e imperturbable, un estupor de horror sordo la envolvía con cierta fragancia de misterio. De aquella formación rocosa fluían terrores como bilis en un inexplicable y remoto presentimiento que insuflaba un escalofrío glaciar a mis órganos. Creía sentir un llamado alegórico a regiones metafísicas del espacio, como si un anzuelo se hubiese enganchado a mi mente al instante de fijar mis ojos en la geología irregular de aquella protuberancia de silicio. Me atraía, una inquietud me proyectaba hasta las profundidades insondables de aquella marea de horrores procedentes de abismos sulfurosos. Los pescadores me miraban con cierto recelo, y los vendedores de chucherías arrojaron temibles ojeadas a mi semblanza con sus ojos grasientos y sus rostros curtidos por el sol inclemente. Llegué a sentir miedo, pero la fascinación suplantó esta sensación morbosa y mis paseos por el Malecón al atardecer se convirtieron en rutina.

La llegada auguró la proximidad de las Candelarias. En la ribera malsana al otro lado del río, donde la cizaña pueblerina nacía y crecía sin desprenderse de sus creencias más arraigadas, se empezaron a encender fogatas nocturnas y entonar canciones horripilantes que me hacían estremecer desde la coronilla de la ribera opuesta. Fue a partir de esas fechas que unos ojos rojos, demoníacos, aparecieron en mis sueños con un centenar de manos putrefactas. Mi subconsciente me advirtió del supremo horror próximo a atestiguar una noche de tinieblas llena de música demoníaca, y sombras pálidas que brotaban del agua.

Cumplí mi labor social como asesor psicológico dando asistencia a jóvenes y adultos con trastornos neuróticos. Al principio las entrevistas concurrieron con normalidad, con los típicos cuadros de depresión y paranoia que atormentaban a la población juvenil. Como si a cierta edad fueran asediados por legiones de pensamientos negativos que destruían su entorno. Los más jóvenes eran atacadas por periodos recurrentes de ansiedad y algunos más graves corrían el riesgo de quitarse la vida. Desde el principio sospeché de la anormalidad con que estos casos de vampirismo emocional confluían sin símil entre edad, género y posición social. El único patrón que pude entrever fue un desordenado diagrama de jóvenes que habían intentado quitarse la vida—así como otros que lo lograron—, presente en los sectores próximos al cauce angosto del río. Podría ser solo una conjetura absurda, pero se creía que los fenómenos ambientales podrían influir en la psique... ¿Quién podría imaginar que los contaminantes del agua influyen en la tasa de suicidios? El primer mes concluí que diversos factores medioambientales afectan el comportamiento de los individuos en estas provincias.

Uno de los casos que más llamó mi atención en esos primeros meses fue el de un joven sacristán de la Capilla San Francisco, de aspecto pálido y enfermizo, que parecía adormilado por el veneno de una musaraña invisible incrustada en su espalda encorvada. La religión lo afectó gravemente: había dejado de comer y dormir para sumergirse en una plegaria por los pecados del mundo. Todo lo que veía, ante sus ojos alienados, estaba asociado con imágenes de Satanás y sus sirvientes malignos.

—¡Cuando el plenilunio enardece el río y las abominaciones sumergidas en el lecho ascienden a la superficie... nuestra vida peligra! —Sus ojos eran dos esferas debilitadas por el insomnio, encerradas en párpados cansados—. ¡Debimos que consagrar un «Dimicatio»! El Padre Boris me eximió del servicio por un tiempo, haciendo caso omiso a mis súplicas. ¡La ciudad podría hundirse en las tinieblas!

El joven fue perturbado por incesantes pesadillas, posiblemente influenciadas por repetidas lecturas bíblicas sobre profecías apocalípticas y la influencia inflamatoria de cierta rivalidad con las religiones locales en disyuntiva con el cristianismo. Es bien sabido que la Santería corresponde a un alto porcentaje del fanatismo parroquiano. Los alteres de Santos y las peregrinaciones a las sierras eran frecuentes en épocas paganas. El entrevisté al perturbado un par de veces tras recetar ansiolíticos, revisé su historial y descubrí la fuente de su ferviente necedad: era el producto de un cura que rompió los votos de castidad y lo engendró con una monja del Monasterio de la Encarnación. Un vástago nacido del incumplimiento del celibato sacerdotal y los desórdenes mentales ocasionados por las privaciones. Su obsesión con la religión rayaba en lo obsceno por su necesidad patológica de aprobación. Le receté somníferos y calmantes, y fue referido a terapia conductual.

Días después nos llegó una jovencita de tan solo quince años, muy guapa y visiblemente serena; pero que según su familia estaba como una cabra desde el cambio de colegiatura. Preocupados por su aparente aletargamiento y cambio taciturno. Al principio creyeron que se debía a la pubertad: los cambios hormonales y sociales que entran en conflicto con las mentes infantiles. Pero, su aparente aislamiento se debía a un evento desconocido que la perturbó sobremanera... haciendo que su mente se proteja de los infinitos horrores que pululan más allá del hogar.

Su madre, soltera y regordeta, hizo un esfuerzo significativo para no romper en llanto después de relatar los episodios paranoicos de su hija. A continuación, salió del despacho para poder interrogar a la joven. Lo primero que noté fue una señal de alerta en cada folículo de su piel cuando se encontró sola conmigo. Su respiración se cortó y clavó la mirada en el piso. Pensé enseguida en una víctima de violación, posiblemente atacada por un familiar.

—Andrea.

No respondió, pero detallé un movimiento de sus labios con un aleteo. Hice preguntas rutinarias, pero sus respuestas fueron cortas y tajantes. Vivía sola con su madre desde que su padre murió, fue dolorosa la pérdida, pero ella se encontraba aparentemente bien pues tuvo una amiga que la apoyó durante el luto. Cuando le pregunté por esa persona, noté que su nerviosismo aumentó... e hice pasar a su madre para que me explicase las razones del cambio de colegiatura.

—Fue tan repentino—confesó la mujer—. Era una chica tan buena e inteligente. Fue la razón por la cambié a mi hija de colegio. Su mejor amiga, tuvo un novio con una familia extraña. No sé bien qué ocurrió, Andrea siempre acompañaba a su amiga a todos lados. Pero un día dejaron de hablarse, y se separaron. Y... al mes, la amiga de Andrea se suicidó bebiendo cloro de piscina. ¡Fue tan repentino que no supo qué hacer, Dios mío!

Quería seguir hablando con Andrea porque podría tener un caso de violación sin denunciar. Precisé de numerosas preguntas y tres entrevistas para confundirme mucho más de lo que cualquier otro médico podría predecir, y recomendé el caso a un colega psiquiatra más experimentado. El chico en cuestión parecía haber perturbado a Andrea con un hecho horrible, no parecía haber abusado de las chicas... pero, en su mansión familiar sobre una colina donde se yergue la vileza de la sociedad, les enseñó un paisaje de terror que las persiguió hasta arrancar de ellas toda inhibición preexistente.

El relato que me contó la joven, paranoica, me asustó en gran medida y tuve que ceder ante posibles alucinaciones inducidas por el estrés o un episodio de psicosis colectiva. Sí realmente la historia era verídica, estas jóvenes fueron sometidas a un umbral de horror capaz de aniquilar la cordura humana.

Andrea y su amiga—llamémosle Viví por respeto a su familia—, conocieron en un baile a un joven llamado Cristian Aguirre, de modales extrovertidos y de familia pudiente. Este joven mostró interés por Viví, y principió una relación romántica. Andrea era la mejor amiga de la novia desde su temprana infancia, y aunque visitar la residencia Aguirre la incomodaba, quería y velaba por el bienestar de su querida. La incomodidad de la joven nació al respirar el aroma salitroso que pesaba en aquella diminuta comarca resguardada por altos muros en la colina que dominaba el río, por la cual se accedía mediante una empinada subida a una cumbre de mansiones de techumbre colonial y colores pastel. Lo primero que se encontró, y le inspiró un desasosiego inaudito junto con un recalcitrante horror que no pudo diluir... fue un espantoso altar montado en la pequeña celda solariega de la residencia. Las figuras no se asemejaban a los Santos idolatrados comúnmente por el vulgo. De hecho, no parecían venerables: sus estatuillas inhumanas eran indescriptibles, labradas de un extraño material verdoso que debía provenir del fondo del mar. Creyó que eran duendecillos o réplicas exactas de estas criaturas ignominiosas.

Cristian parecía normal, ajeno a las supersticiones que tapizaban las paredes de su hogar con conchas marinas prodigiosas, retratos de batracios inenarrables en sus paredes y altares de piedra con artefactos de coral y osamenta. Existía un óleo antiguo sobre un intercambio comercial entre unos españoles y unos extraños aborígenes ribereños que no parecían enteramente humanos por sus aspectos viscosos y deformes, como leprosos. No tenía hermanos y sus padres vestían de blanco todos los días del año salvo la Víspera del Walpurgis y las Candelarias cuando iban en taparrabos exhibiendo ostentosos collares de piedras oscuras. Su madre era una mujer de ojos vidriosos y delgadez enfermiza, maquillada como una faraona y de andar peligrosa como un felino al acecho. Su padre era alto y panzón, de mirada grasienta como si estuviese a una indigestión de comerse a una persona... propenso a las cavilaciones profundas, en las que solo podía concentrarte en las supremas concepciones de lo horrible y lo grotesco. Sus tíos tenían sobrinos pequeños y un conglomerado de adeptos de una extraña religión que admiraba figuras diabólicas, distantes enormemente de parecer seres antropomórficos por sus características marinas. Idolatraban el Carnaval y las fiestas paganas, ocasiones de reunión en púlpitos enérgicos. Celebraban aquelarres de cantos malsanos en cuartos oscuros y tenían un corral de chivos y gallinas que utilizaban—Andrea relató esta parte ahogando unas náuseas espantosas—, en sacrificios rituales donde ingerían su sangre.

Cristian les explicó que así como las familias convencionales les enseñan cristianismo a sus hijos, ellos practicaban la religión que heredaron de sus ancestros en conmemoración al panteón de un dios oscuro conocido como Odrareg. Pero, aunque siempre hablaba de la abundancia y la prosperidad... parecía esconder un oscuro secreto que, aunque relataba ensimismado las celebraciones familiares; dudaba y bajaba la voz ante cierta ceremonia secreta celebrada dos vez al año durante las Candelarias y el Día de la Raza en el río Orinoco durante la satanizada  Hora del Diablo.

En la ecuación la razón de mayor curiosidad, y posterior horror para los jóvenes, era la existencia de un cuarto herméticamente vetado de la casa, al cuál se accedía mediante una trampilla desde el sótano que no era usada salvo en la ceremonia secreta. Cuando le preguntaron al joven qué se escondía en las tinieblas acuarteladas dentro de aquellas cuatro paredes de concreto, este negó con la cabeza y confesó que tampoco sabía. La curiosidad se encendió en sus cabezas como un chispazo en un barril de pólvora. Las chicas comenzaron a formular hipótesis y teorías de lo «escondido» entre las paredes. Las visitas se volvieron frecuentes, siempre pegando el ojo y el oído a la habitación sellada cuando tenían ocasión.

No debía medir más de cinco metros cuadrados, pero adentro podían esconderse tesoros malditos y temibles elucubraciones. A veces creían escuchar un repentino restallido de cuero y un chapoteo, como si un ser abominable intentase emerger de un pozo cegado. El silencio furibundo de la familia Aguirre les comía la cabeza con profunda enajenación.

Un día, Cristian se alistaba para pasear por el Malecón, y Viví posó las manos en la pared falsa del recibidor y habló:

—¿Hay alguien allí?

Enseguida pegó la oreja a la pared, y escuchó una respuesta. Palideció, más por la emoción del descubrimiento que por el horror imperceptible. Andrea no le creyó, hasta que pegó la oreja y Viví volvió a formular la pregunta.

—¿Qué eres?

Pero la respuesta, amortiguada y rasposa... nunca llegó.

—Eres una mentirosa.

—Escuché que dijeron «sí»—juró la joven—. Fue claro y grave. Como una persona cuando tiene catarro.

Intentaron repetir el experimento, pero la madre de Cristian las sorprendió y tuvieron que elaborar una mentira. Viví, por su naturaleza orgullosa no quería quedar como una mentirosa y Andrea le creía poco. Hasta que la muchacha tuvo una idea siniestra: iban a descubrir lo que se escondía en las paredes a través de la trampilla que supuestamente estaba en el sótano. Nadie se enteraría. Planearon, en sus maquinaciones infantiles, bajar al sótano y mirar furtivamente por la rendija de la trampilla que conducía al sepulcro gutural. Hicieron pues, bajaron al sótano como dos culebras al acecho y se deslizaron a través del polvo y los cacharros a la escalerilla que conducía a su descubrimiento. Las telarañas y el polvo daban al sótano un aspecto decrépito y antiguo, y los gruesos tomos gastados e instrumentos indígenas amontonados ofrecían un hálito mefítico.

Consiguieron subirse a la escalerilla de seis peldaños y empujar la trampilla; un tanto pesada, pero cedió con esfuerzo y cuatro manos pujando. Lo primero que exhumó la abertura fue un aire viciado y pantanoso como un miasma proveniente de una tumba profanada... y un crujido pavoroso que delató la rotura de un gozne. Andrea reprimió el grito mientras su amiga metía la cabeza en aquel ojo del inframundo. Una ventana al infierno por la que se derramaron blasfemias. La chica de abajo contempló la negra oscuridad y las formas que se removían en aquel cuadro tenebroso. Le pareció notar una viscosidad y un color extraño, antes que su amiga rompiera en pavorosos gritos. Andrea se petrificó de la impresión, mientras la escalerilla se reducía a trozos bajo el peso de Viví y su histeria enloquecida. Se asomó por un instante, y distinguió una silueta bituminosa que brotó de un estanque invisible con un chapoteo aceitoso. El mismísimo diablo asomando su ojo crepuscular y escarlata sorbió un fragmento de su alma. Ambas salieron corriendo, rompiendo en carcajadas como locas. La puerta estaba abierta y huyeron, lunáticas, a la realidad conocida y palpable de las callejuelas de adoquines que cubrían la abultada colina donde se alzaba la parroquia como las escamas de un leviatán acorazado. Gritaron, Andrea temblando y Viví enloquecida, incapaces de mirar los alcantarillados de las callejuelas, vomitando sus miasmas pestilentes desde cavidades innominables. Fueron atormentadas por desenfrenados episodios paranoicos al pensar en el tejido subterráneo de acueductos húmedos donde proliferaban los demonios inhumanos y la degeneración. Se sumieron en el más sacrílego silencio y odiaron todo lo relacionado a Cristian Aguirre y su familia de brujos.

Andrea me contó, llorando, que sus pesadillas solo eran un débil atisbo de las que Viví se atrevió a confesar. Las chicas joviales se volvieron taciturnas y feas, trastornadas hasta la médula, y se cerraron... salvando sus mentes de la oscuridad que acecha al mundo humano y que lo resguarda de esos «terrores exteriores»; incompresibles y extrañamente enfermizos. Viví se distanció primero, agravada en mayor medida que Andrea, y su futilidad fue insoportable. Terminó deglutiendo un frasco de blanqueador de piscina para mitigar su resaca de pesadillas. La abominación terminó para la joven desafortunada, pero empeoró para Andrea.

Existe un llamado horrible, telepático, que antecede a un horror primordial que late en cada célula del organismo. Que fue configurado en los genes mediante el miedo y la superstición; es el más profundo y discreto terror que los seres humanos poseemos: el rumor de la prevalencia de seres que somos incapaces de comprender, cuya supervivencia antecede a nuestra aparición... y posiblemente dominarán la Tierra cuando nos hayamos exterminado. Estos seres metafísicos o prehistóricos se alimentan de nosotros, y nosotros de ellos, en una simbiosis parasitaria que extiende sus tentáculos negros por el mundo. ¡Y sabrán los dioses gobernados por el tirano Altísimo Supremo, lo que esperan en su vampírico letargo!

 

 

 

 

II.

Existe un terrorífico personaje recluido en el sanatorio desde hace dos décadas. Un caníbal inhumano estudiado de vez en cuando por especialistas, capaz de arrojar profundidad a las conjeturas más estrafalarias concertadas por mi persona durante aquel descenso a la enajenación. Es importante, señor rectorado, que antes de emitir mi culminación sobre esta pasantía se me permita explicar el episodio de locura que transcurrió en Ciudad Zamora... pese a las extrañas noticias que aún se esparcen.

Durante la breve entrevista en que se me permitió parlar con el trastornado, pude notar cierto aire de decrepitud en su marchita lozanía, y una profunda aversión a la noche que daba mucho que pensar sobre su psicosis. El hombre confesó haber descuartizado y cocinado a treinta mujeres, asegurando que la carne masculina era amarga... pero, en declaraciones posteriores aseguró que se vio iniciado en el canibalismo por influencia de una secta que residió en la ciudad hace cuatro décadas; y que aún se mantenía impoluta e invisible ante los ojos de la sociedad. Cuando se indagó en esta turba satanista, el hombre—que llevaba dos décadas sin consumir seres humanos—, confesó cómo el hábito desarrolla al adicto. Lo que empezaba como un ritual pagano de sacrificios durante la fatídica Víspera de las Candelarias se convertía en un baño de sangre concertado en la noche del Carnaval con la venia del «Elegido»... hasta la expiación durante el Miércoles de Cenizas cuando las ofrendas eran sometidas a sahumerios. Los adeptos debían abstenerse de consumir carne durante los tiempos litúrgicos, para acrecentar el placer morbido del festín caníbal durante el Viernes Santo: día que Jesús llora por los pecados de los hombres y el abandono de Dios.

Los detalles que contó del culto, dispersos y contradictorios, arrojaron luz a un círculo hermético confabulado en nombre de un dios ignominioso hambriento de crapula. Habían médicos más escépticos que aseguraban que podría tratarse de un grupo ficticio sodomizado por el horror, las quimeras y por la imaginación de un hombre trastornado. Durante mi corta y espeluznante entrevista, el paciente habló de su infancia arruinada por la violencia de sus padres y su afición por lo grotesco e ignoto. A los diecisiete se congregó a una abadía negra donde se exploraba el ocultismo y se concertaban rituales de sangre en adoración a Behemot y Moloch, sirviendo de buen grado como verdugo de gallinas y corderos. Sin mucho interés en aprender los oficios rituales, pues los sacerdotes enmascarados eran extraños visitantes solo vistos en las ceremonias, disfrazados con túnicas que hacían dudar a algunos sobre su naturaleza inhumana. Su deleite por la sangre principió engullendo sorbos amargos y tibios. No le prestó atención a las figuras pestilentes que rezaban con agudos silbidos y poseían proporciones de sapo y cuerpos diminutos; su presencia era desconcertante y en lo cabe, espeluznante... hasta concluir que eran mendigos zarrapastrosos que fungían de pescadores en cabotajes cercanos.

Con el tiempo y los años de ceremonias, requirió emociones más intensas... y fue a parar al seno de una orden sacerdotal que regía bajo la potestad de Meridiano en la Tierra, una deidad con cuerpo de hombre y cabeza de ciempiés. Fue entonces cuando rebanó arterías carótidas y probó la sangre humana a chorros, volviéndose adicto a su frescura ferrosa y a la violación. Sirvió a los adeptos como un Anticristo, pero en el fondo, poco le importaron los diablos o los sermones de empoderamiento hedonista. Él solo quiso mutilar y engullir hasta la saciedad que produce la veneración de lo prohibido. Existe un placer mórbido en la muerte, que cuando se prueba hace de matar un acto comparable a la eyaculación. Durante meses fue verdugo y comensal activo en las más atroces Ceremonias de Meridiano. Pero un día, se topó con un hombrecillo que se había ganado la enemistad del culto negro con su intromisión durante un aquelarre, al que desafió a una contienda espiritual que terminó por trepanar en su conciencia una aversión a los motivos religiosos y los hombres devotos.

El hombre era moreno como los cuadros del papelón, con un bigote oscuro sobre los labios mustios y lampiño como los indios de casta pura, impregnado de un aire de sapiencia fantasiosa. Su madre le aplastó la cabeza en su nacimiento al cerrar las piernas bruscamente, y los doctores le reconstruyeron el cráneo dándole una esperanza de siete años entre los vivos. Cuatro décadas después, seguía pateando el mundo y riéndose de la vida... Sus ojos oscuros eran pura ignorancia, pero en su corazón era más sabio que los monjes chinos inmortales y los yoguis fumetas. Por poco perdió la pierna en un accidente automovilístico, pero ganó una cojera distintiva que lo volvió inigualable. Hablaba mucho y sabía muy poco; ignoraba las ciencias, pero sabía de antemano la naturaleza de la sanación. Reía estruendosamente como un borracho, se defendía de la maldad como un niño inocente y no existía en el mundo ser más miserable en su rotundo abandono. Lloraba cuando hablaba del bien amado de su padre, y disfrutaba en secreto el triunfo de su hermano en el deporte. Quería mucho a su hija que estaba fuera del país, y les contaba a todos de sus proezas artísticas. No quería vivir, pero tampoco se daba por vencido con la vida.

Cuando era un atleta veinteañero, enfrentó al asesino antes descrito en una disputa verbal respecto a los hombres ante los ojos de Dios; el bueno y el pecador, el bondadoso y el déspota; Jesús y Satán. Ambos hijos de un mismo creador, pero dispares y opuestos. Se gritaron, provocaron, conversaron y en su infinita cultura religiosa el miserable fue capaz de enternecer al homicida con parábolas. Le habló de la carne y sus debilidades, y de una fortaleza descomunal que yace en el corazón del más desvalido. Del corazón de Cristo y su fuego eterno que insufla el alma de los creyentes. Cuando el caníbal, ofuscado y echando espumarajos por la boca, lo asió con una fuerza considerable para arrancar un árbol de un tirón... El hombrecillo ni se inmutó; la diferencia enorme entre sus masas predecía el resultado; eran David y Hércules a puño limpio. Pudo haber sufrido un agonizante episodio de convulsiones, tal era su deficiencia... pero una fuerza titánica hinchó su vientre como la vela de un barco, y con un empujón, proyectó al gigante unos cinco metros sobre el suelo. Era la mente sobre la fuerza, y la castidad sobre la lubricidad. La pureza y la vileza en sus máximas reencarnaciones.

—Podrías devorar a cien hombres—dijo con su extraño acento—, pero nunca podrás levantar un dedo contra un Hijo de Dios.

Fue entonces cuando se precipitó un cambio sobre el homicida, deshonrado ante su frustrada cacería. Pensó en las predicas del hombre, del dolor y la soledad. Comenzó a escudriñar con severidad al Demonio del Meridiano y todos esos dioses blasfemos. Los odió y repudió... y lloró por todo el sufrimiento que causó. No regresó más al culto concertado en los bajíos de la carretera perimetral. Meses después, se entregó a la prefectura de policía y confesó sus crímenes. En su humilde domicilio encontraron cabezas congeladas, muslos rojos, recipientes con carne molida y morcillas de sangre. Se le abdicó la pena máxima: treinta años. Del culto satanista no se supo más, salvo que frecuentaban el terreno baldío que correspondió a la Batalla de Maracalí durante las Candelarias y el fatídico Walpurgis, vistiendo ostentosas levitas y ofreciendo sacrificios de sangre a Meridiano bajo las lecturas del maléfico Libro de los Grillos. Las autoridades por motivos que desconozco no se acercaban al viejo barrio foráneo a la carretera, antiguos asentamientos campesinos para plantaciones agrícolas, y dejaron en libertad aquel aquelarre que era mejor escudriñar de lejos ante la falta de pruebas. Del primer culto, los Adoradores de Odrareg, frecuentado por especímenes humanos deformes que hedían a estanque... se encontró mucha menos información.

Las leyendas guayanesas eran diversas y horribles: hablaban de seres antropomórficos sin cabeza, más bien, con el rostro en el pecho; diablos sobre tepuyes; pasadizos encantados a tierras oníricas; y especies crípticas de gigantes de piel verde que provenían de la Tierra Hueca. Abundaron mitos sobre devoradores de hombres en la época precolombina con las incursiones de los Caribes caníbales y las epidemias que arrastró la colonización. Los indios contaban aterradoras historias de montañas titánicas limpiamente cortadas que en el pretérito fueron los árboles primordiales donde nació la vida, endriagos del río que ahogaban niños y violaban a las doncellas que se bañaban de noche para esparcir sus semillas en la humanidad; chamanes que se convertían en fieras y mujeres que saltaban sobre las ramas en forma de horrendos pájaros de seis ojos y cuatro pares de alas negras. Mi interés por el folclore se vio excitado a medida que profundizaba en aquella realidad ajena a nuestra concepción del mundo y la ciudadanía.

Poco a poco, me fui interesando por este elocuente personaje que vivía en un barrio marginal de la ciudad conocido como Atahura, alejado de mi estilo de vida citadino, y que sobrevivía de forma extraordinaria como solo los miserables se las pueden arreglar para solventar su existencia. Busqué pues, al personaje glorificado por las historias del caníbal con un par de semanas de persecución... hasta ser capaz de dar con el profeta. Vivía en una casucha destartalada hecha con láminas de hierro, y se daba sombra con un mangar cuando el calor empeoraba en el verano. Trabajaba de vigilante en la escuela local, y resolvía su vida con distintos oficios de podador y curandero. Asistía a escuchar la palabra de Dios en las iglesias protestantes, y tenía un millón de historias para contar.

Desde que su mujer lo echó de la casa de sus padres, tuvo que vivir en un improvisado tugurio de cinco metros cúbicos, sin ventanas, y con un techo frágil que a pesar de todo, resistía los embates del mal clima. Su único lujo era un suelo de cemento pulido que repudiaba las serpientes y los alacranes. Dormía en una cama desvencijada cuyos resortes apuñalaban su espalda, leía sobre espiritismo y oía música en una radio remendada sobre un armario obsoleto que también usaba para medir el flujo del tiempo y las dinámicas mundiales antes del final profetizado en las escrituras. Guardaba sus herramientas bajo la cama y sus alimentos en el armario. Vestía las ropas del gobierno, y llevaba en su espalda el bolso del estado, repleto de dicha y prosperidad. Era la casucha más miserable de un vecindario atrapado en el atraso.

Difícilmente lo podrías encontrar triste, salvo en su cumpleaños o en Navidad; cuando su espíritu era más melancólico que todos los árboles muertos del mundo. El resto del año se entretenía con las indulgencias mundanas: comía arepas todos los días sin quejarse y se divertía dándole al pollo mil y un sabores. Leía como un erudito, y se expresaba como un magnánimo ingenuo. Nunca estaba solo, su fe y Dios lo acompañarían hasta el infierno... y era esa misma fe la que lo mantenía infelizmente vivo, y la que le mostraba, a través de sueños, las panaceas más disparatadas de la medicina tradicional. Su remedio más poderoso fue una receta de miel y hierbas que sanaron a un incrédulo de una diabetes agonizante. Él mismo soñó con la semilla del aguacate, y utilizó este ingrediente para levantarse de la cama que lo aprisionó durante cinco años tras el accidente.

Mi primera impresión de él; fue que estaba loco. Con la cojera particular de los brujos ermitaños se acercó a mí, sonriendo como un bobalicón. Estreché su mano endurecida y escuché sus bonanzas. Cualquiera pensaría que el claustro lo aisló en una severa enajenación, pero como psiquiatra sospeché que su deficiencia cerebral ocasionaba una alteración particular de la realidad. Para él, Dios era todo, y era para sí mismo un escogido; como todos los trastornados, supe que su megalomanía era una máscara para esconder la tristeza y el dolor que ocasionó su marginación desde la temprana infancia. Creer que eres especial y distinguido es un sistema de defensa ante los complejos de inferioridad que ocasionan las discapacidades.

—Veo tu aura—exclamó con fascinación—. Posees sobre tu cabeza una aureola amarilla que representa la fuerza del espíritu. Te rodea un manto azul que son los sueños que has forjado. Lo más importante, será que nunca te rindas en tu camino.

Dicho esto, suplanté a un funcionario del gobierno que estudiaba la salud mental de los pobres. Me habló de Dios; de que él no era un profeta, más bien, un hombre corriente que era capaz de «ver»; quiso opinar sobre la música contemporánea; me mostró su colección de libros espirituales y me habló de su juventud cuando era atleta de competición en resistencia y metros planos. Afirmó saber la cura para el cáncer, y que a las farmacéuticas internacionales no les convenía que se popularizara la medicina naturista. Me contó sobre su operación cerebral cuando nació, y me mostró la cicatriz que dividía su cabeza y el agujero por donde le habían insertado una manguera. Nombró profetas como «Enoe» y el Doctor Ernesto Cruz, y me enseñó un fragmento de espada que encontró en un río donde se libró la imaginaria Batalla de Maracalí. Mientras decía todo esto, destapó un pequeño círculo de plástico y se embadurnó los dientes con mezcolanza negra de tabaco.

—¿Y qué me dice de los brujos?

El hombre vaciló, y un fulgor atravesó sus ojos como luces de neón.

—Ellos están en todos lados—contestó con un molesto acento colombiano. Tenía manías excéntricas como modular su voz hasta adquirir acentos cosmopolitas. A veces tenía accesos de locura y hablaba árabe y portugués como un autómata descompuesto—. En las serpientes, y en los ratones. Las veo volando en las noches y corriendo en las sierras con gallinas en el morro. Están aquí desde que la ciudad se llenó de sangre... y desde que se construyeron los túneles que atraviesan el Malecón. Fueron ellos quienes han formado nuestra historia con conjuros generacionales, y ocasionaron la epidemia de Gripe Española y Revinientes hace cien años... para levantar un altar de adoración en la fosa común. El Libertador, hombre como ninguno, construyó esos túneles que atraviesan toda la parte antigua de la ciudad: desde su casa hasta el fortín cubriendo rutas de escape que fueron cegadas o inundadas. ¡Las Catacumbas que construyó Simón Bolívar esconden un secreto terrible! ¡Aquí tenemos mucha historia! ¿Sabes la verdad de los experimentos de clones de la Segunda Guerra Mundial?

—Creo que usted está enfermo.

Levantó un dedo y exclamó con suprema vehemencia:

—A Jesucristo lo llamaron loco.

—Ha estado mucho tiempo solo, señor. Ha vivido siete veces la edad que teorizan los médicos. Es un milagro o, se ha mantenido acá por convicción. Soy doctor, debería estar en control de su condición.

—El mejor remedio es el amor. Con suficiente amor, un corazón se vuelve inmortal.

Tuve que renunciar a escuchar las peroratas de ese lunático, y regresé a mi departamento antes de que la línea de autobuses dejase de circular. Sus contradicciones me licuaron los pensamientos con ideas molestas. Dejé a Andrea en manos de una colega más experimentada en traumas y me dediqué a entrevistar jóvenes deprimidos y recetarles drogas para el insomnio. Una lucha interna se libraba en mi alma, quería terminar mi servicio y montar un consultorio en Montenegro, pero un obstáculo emocional se interponía: el saber que coexistía una demencia en nuestro entorno; que no vemos, pero respiramos… y transcurre sin que nos enteremos. La festividad de la Candelaria estaba próxima, y una inusual visita llegó a mi consultorio para desbocar toda mi monotonía.

Era un hombre corpulento de rostro simiesco y labios babeantes, su mirada grasienta era estúpida e imperturbable. Vestía de blanco a juego con un collar de piedras negras. Sentía que lo conocía sin haberlo visto jamás, y él a su vez me detalló con una expresión salvaje y rubicunda. Todo él olía a misterio, tabaco y brujería. Puso una mano gigantesca sobre mi escritorio y dijo:

—Váyase, se ha metido con las personas equivocadas y no tiene nada que hacer aquí—miró sus zapatillas de cuero y susurró sin controlarse, como si aquello escapara de su boca—. Esos demonios lo han solicitado como ofrenda para el pacto.

Quedé desconcertado cuando aquel extraño me mostró su ancha espalda y se retiró. Sus últimas palabras, aunque imperceptibles, infundieron una alarma en mi mecanismo. Me excusé por un malestar febril y me tomé el día libre. Me pregunté qué podría ocurrir, ¿un pacto con quiénes? El extraño presentimiento de que el brujo obró en contra de los seres que creyó conocer el Caníbal... me aterró. Mientras más lo pensaba, más me sentía observado por miles de ojos grasientos. Decidí huir a mi departamento, y pasar la noche en vigilia, organizando algunas entrevistas recopiladas los últimos días.

Hacía la medianoche escuché que forzaron la puerta, y me acerqué para contemplar las sombras que relucían en la alfombra. Un olor nauseabundo se filtró por las rendijas y me sentí apesadumbrado por un recuerdo vago de ahogamiento y burbujas dulces. Me estremecía, petrificado, ante aquel tacto pegajoso que cerró sus dedos sobre el picaporte. Finalmente, el forcejeo se detuvo y decidí llamar a la policía, pero en el momento de tomar el teléfono vi una mano azulada—como la de un muerto putrefacto con los dedos adheridos—, deslizarse por la cortina y calar la cerradura de la ventana con un relampagueó. Sentí mi corazón despedazado, y abrí la puerta rápidamente para escapar. Me encontré con un corredor vacío cubierto de huellas húmedas. Huellas extrañas que me congelaron la sangre. No recuerdo cuando caí. Sentí un empujón severo y perdí el conocimiento con los oídos zumbando...

¿Qué fue de mí aquel lapso de tiempo abrumador? No podría decirlo, era la Víspera de la Candelaria y algo perverso estaba a punto de ser celebrado por los brujos de la ciudad. Yo lo sospechaba, y rezó a la Providencia que mis vivencias hayan sido producidas por una pesadilla inducida por el estrés. Lo que narraré a continuación me produce náuseas, y aborrezco aquellos pseudo recuerdos que impregnan mi mente con el indescriptible terror del trauma. Un aquelarre bicentenario o mucho más antiguo, ininterrumpido y absoluto, que adoraba ídolos espantosos y seres abominables. Puedo jurar que en mi oscuridad sentí la oscilación de un motor sobre la superficie del agua... y así, cuando desperté, me encontré en el islote rocoso que flotaba en un mar negro plagado de tinieblas. La luna gibosa y eterna sonreía al agua oleaginosa. Los captores conformaron un círculo ceremonial de túnicas blancas, parafernalia mística, tambores y maracas horripilantes. En la zozobra de aquella roca circular pude distinguir zarpas y ojos luminosos pertenecientes a los repulsivos seres que asomaban del agua. El terror que invade el recuerdo imposibilita la transcripción. El olor a pescado y salitre inundaba el espacio antes que un fulgor ígneo y cegador grabara una impresión violeta en mis pupilas. Era más de medianoche, posiblemente era la terrorífica Hora del Diablo, ama de ritos y sortilegios oscuros. Escuchaba remover las aguas como a un temporal marino oscilando en el ojo de un huracán. Extraño, porque no sentía la menor brisa... pero el agua se estremecía, bullía y se arremolinaba en un torrente espumoso. No quería pensar en las formas antropomorfas que divisé en el claroscuro de mis visiones. Me dolía la nuca, y sentía la sangre coagulada en el cuello.

Pude distinguir al hombre corpulento vestido de blanco oficiando la ceremonia, empuñando un estilete de hueso, y una turba de batracios ataviados con harapos que silbaban y se estremecían en espasmos. Los seres se deshicieron de los harapos, gracias al cielo que estaba cegado por el cansancio y el aturdimiento, porque se entregaron a aquellos hombres de forma horrida y cabal... remontándose a pesadillas vivificadas en los placeres inmundos de Sodoma y Gomorra. Finalmente comprendí qué eran aquellos habitantes de las aguas fétidas y qué contemplaron las chicas a través del portal en la casa Aguirre. Habían mezclado su sangre con los colonos, así como hicieron con los antiguos aborígenes: eran reminiscencias emparentadas con la humanidad, aislados por el océano y los ríos. El Ritual de Odrareg era un pacto de hermandad, y yo era su sacrificio de sangre. El intercambio era la semilla de la Humanidad: hijos capaces de habitar en la superficie para esos batracios. El señor Aguirre intentó ser piadoso con un miembro de su especie, incluso los perversos guardan respeto para los inocentes, pero los anfibios estaban turbados y ansiaban probar carne después de saciar sus deseos pueriles.

Ellos eran los maestros de la hechicería, y nosotros los amos de la ciencia. Nuestras civilizaciones eran opuestas, y allí, como en muchos lugares del planeta, se celebraban intercambios. Los hombres ofrecieron a sus corderos para el matadero, sacrificios a dioses ahogados que habitaban en sus inframundos submarinos; y ellos ofrecían su abundante oro y saberes arcanos.

Me pusieron boca arriba, maniatado y sudoroso, mareado y asqueado. Esa fue la primera, y última vez que aviste a uno de esos endriagos cara a cara. Su visión indefinida me turbó, y no volveré a soñar sin pesadillas. La mundana contemplación del mar o un cuerpo de agua voluminoso es suficiente para enloquecer mi pensamiento. Su piel grisácea parecía muerta, plagada de líquenes verdosos y llagas purulentas. Aquellos ojos redondos y abultados brillaban con una iridiscencia magnética, su nariz era inexistente, la boca ancha y hedionda poseía dos hileras de colmillos serrados y prominentes. Los resquicios de harapos podridos que vestían jamás podrían ocultar semejante terror en sus manos: cinco dedos palmeados, como nosotros, exceptuando ventosas rosáceas en sus apéndices. Eran hermafroditas, y su mayor placer era el intercambio genético. Tanto, que muchos de ellos poseían facciones típicas de los parroquianos y mechones de cabello castaño oscuro.

Grité, grité como un niño aterrado, y lo único que me impidió rendirme ante aquella muerte pavorosa fue un inusitado instinto de supervivencia al que me aferré tras escuchar la succión de un motor averiado que luchaba por funcionar sobre la corriente. Me giré y contemplé una voz que me llamaba, acto seguido estas figuras se lanzaron al río dejando escapar gritos blasfemos. Me arrastré, intentando correr, y un pandemonio se desató a mi alrededor. Escuché un disparo, y un cuerpo viscoso trastabilló frente a mí antes de resbalar y hundirse para siempre en las aguas oscuras. La espuma llenó el aire, y el rumor de una docena de lanchas a motor lo siguió en una tempestad. Fue entonces cuando un par de brazos robustos me elevaron del suelo y me depositaron en una lancha larga y afilada como una aguja, quise protestar, pero la voz amable del lunático de Atahura me tranquilizó:

—Dios te ha salvado, yo no.

Escapamos a todo vapor mientras se desataba una tormenta. Todo se vuelve borroso a partir de ese momento. Quisiera poder describir las siluetas que nos perseguían mientras la barcaza saltaba... y la extraña forma alargada y colosal se escurría en el agua bajo nosotros, cuyos ojos rojos como estrellas del infierno me infundieron un horror inimaginable. Después de la trágica aventura, no me pareció descabellada la leyenda de la Serpiente de Siete Cabezas que habita en el lecho del río. En algún momento de la huida, al intercambiar mi benefactor disparos con su carabina... Un rugido espantoso volcó la lancha con un torrente de agua y una explosión de astillas, como si brotase un leviatán bajo nuestros pies rompiendo la tensión líquida. Lo último que ví durante la pesadilla fue la cresta de una serpiente marina tan grande como el río mismo...

Desperté al amanecer, rescatado por unos pescadores madrugadores con un fuerte dolor de cabeza. Estaba delirando, riendo y llorando. Mi amigo había desaparecido, según sus vecinos del barrio, se marchó borracho al anochecer gritando que finalmente Dios lo había escogido para grandes cosas, pero yo sé que su oscuro destino fue otro.

El precio se había pagado, el río cobró su pacto de sangre.

 

III.

Mi relato es difícil de comprender, y asumo que la rectoría no querrá saber más de mis pesadillas. Pero, antes de subir al autobús de regreso a mi hogar, debo explicar a su merced algunos puntos importantes. Ojalá pueda deberse a un mal sueño o una alucinación nocturna producida por el estrés. Pero las abundantes pruebas difieren grandemente. He meditado al respecto, quizás la advertencia del brujo me perturbó en demasía induciendo en mí una alucinación nerviosa. Recuérdese que debía trabajar hasta la madrugada en papeleos retrasados. La herida en mi nuca es fácil de explicar: resbalé a medianoche sin darme cuenta, pues nunca he sido sonámbulo o dispuesto a divagar en enajenaciones. Un residente del río reveló que me vio andando a eso de la medianoche junto a varios pescadores. Difícilmente podría desmentir su testimonio puesto que no me encontraba en mis cabales durante aquellas horas sombrías.

Lo cierto es que una lancha se extravió aquella noche, y más sorprendente aún, las pirañas del río arrojaron sobre la arena de Soledad, ciudad vecina, un extraño cadáver desfigurado. A pesar de poseer similitudes humanas, se encontraba en un avanzado estado de descomposición y muchas de sus extremidades eran anormalmente largas. Vi fotografías de la criatura, que fue rápidamente fue trasladada a la morgue y estudiada por las autoridades en medicina forense. La ausencia de vello, la presencia de extrañas malformaciones congénitas y un aparente hermafroditismo confundieron a la comunidad. Las pruebas genéticas se efectuaron con desvelo científico... hasta que ingresó un grupo delictivo y robó el cadáver junto con todos los resultados de las pruebas. El caso cayó en desconcierto.

El jefe de la policía dictó que este grupo de ladrones operó con una logística y una habilidad impropia, entrando al edificio forense sin que las cámaras los vieran bajarse de vehículos cercanos y saliendo por un supuesto boquete en el sótano. Todo en menos de cinco minutos. No se encontraron entradas en el depósito inferior, ni nada que pudiera explicar su desaparición. Testimonios aseguran que los perpetradores fueron escoltados por un sacerdote de túnica escarlata con la cabeza oculta por un estrafalario yelmo porcino labrado de un exquisito metal aurífero. Las cámaras no funcionaron correctamente, mostrando pobres imágenes de los ladrones irrumpiendo por la puerta principal—la cámara de la calle ni siquiera los registró—, robando la celda con el cuerpo grisáceo a punto de ser sometido a autopsia y bajando las escaleras al sótano antes de desaparecer... dejando tras de suyo una nube de vapor con aroma a rosas chamuscadas. El episodio se publicó en la prensa ciudadana, que parecía impermeable ante lo desconcertante del hallazgo y su inexplicable desaparición.

Cuando me enteré de esto sentí el mundo debilitarse bajo mis pies. Recordé el cuerpo viscoso y grisáceo de protuberantes ojos que cayó frente a mí con un disparo en la oscuridad. Se hundió como arrastrado por miles de almas hacía un infierno dantesco en las profundidades del río. No solo el cadáver desaparecido fue suficiente para detonar una ola de enajenación en mi alma; un caso aparte, mucho más terrible y caótico, se presentó la Víspera de la Candelaria: se avistó al famoso monstruo del río Orinoco después de dos décadas de letargo. La famosa criatura de siete cabezas que se extendía bajo el fango del río, desde la Piedra del Medio hasta más allá del Puente y diversos islotes, despertó de su ensueño y ocasionó una conmoción en la madrugada. El cuerpo de la gigantesca serpiente discurría por los túneles del Casco Histórico y, según la leyenda, cuando la piedra haya sido cubierta por las aguas, la Bestia despertará y la ciudad será sumergida por la destrucción.

Las cámaras del Puente de la Angostura captaron extraños movimientos en el agua a las tres de la mañana, apertura del Purgatorio para las almas dispuestas a entrar y salir; la desdichada Hora del Diablo. Por un instante, se logró divisar una de las cabezas de la bestia romper la superficie del agua en un par de segundos horripilantes en que el colosal ofidio emergía, mostrando una sarta de colmillos del tamaño de arpones y unos fuegos fatuos tan brillantes que podrían iluminar un faro. El video era aterrador, pero a las pocas horas desapareció de internet y solo quedaron imágenes dispersas que a las horas se borraron. Fue como un sueño extraordinario grabado en mis retinas. Estoy seguro, que aquellos ojos demenciales volcaron la embarcación que me rescató de la ceremonia macabra. Un dios acuático y monstruoso, adorado por náyades voluptuosas y desfiguradas. En el islote se encontró a su vez un ídolo de material verdoso que se condujo a la Universidad Oriental de Ciudad Zamora, pero que desapareció en los almacenes. Una fuerza invisible fue eliminando los vestigios de ese día caótico, hasta que solo quedaron recuerdos vagos.

El terror se difuminó en el pueblo, pero continuó cautivo en mi ser como una astilla incrustada que, por más que intenté sacar... solo conseguí extraer fábulas dispersas de un horror que antecede a la humanidad, y seguirá socavando nuestras vidas desde esferas esquivas a nuestra concepción. Ese mismo horror que vaga bajo nuestros pies como gusanos cancerígenos, y bulle en las aguas oscuras, al acecho... en los rituales terribles que se remontan a épocas remotas. Abandono esta ciudad infecta de secretos, e ignoro el Mal que fue capaz de enloquecer a dos muchachas y que por años, ha ocasionado horripilantes desapariciones y muertes. Ciudad Zamora me ha consumido, y de mí solo quedan huesos carbonizados de una putrefacción que corroe lentamente el tuétano.

Renuncio, señor rector, a mi ocupación, retirándome a un parcial descanso de la locura que infecta las urbes modernas. Suspenderé mis estudios indefinidamente y me dedicaré a estudiar los dogmas de Dios, con tal de encontrar un gramo de esperanza en esta montaña de oscura desesperación. Sé que soy perseguido por sombras, y mi tormento acabará cuando haya partido de este mundo. Dónde sea que vaya a parar—probablemente en un manicomio—, me abstendré de contar la verdad para no ser borrado como la inocente Viví que fue obligada a ingerir cloro, y a la indefensa Andrea que, según las noticias de la prensa, fue encontrada en el baño con las manos unidas a las muñecas por finos hilos de músculo en un reguero de sangre, como si la torpeza de sus manos fuese incapaz de esgrimir artefactos fuera del agua.


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