Capítulo 1. Sinfonía de los Espíritus
Capítulo 1: Las Cavernas del Fin del Mundo.
Donna apretó el brazo de Sam.
—¿Irás conmigo al Festival de los Peregrinos?
—¿Tengo otra opción?
La chica clavó sus uñas y Sam gimió de dolor.
—¡¿Te comiste un payaso?!
—¿Por qué estás tan irritable?
—No sé—Donna frunció el ceño—. Me duele la cabeza.
—Siempre te duele la cabeza, deberías ir al médico.
Donna frunció los labios y apartó la mirada. Últimamente estaba muy volátil, y por cada cosa peleaba. Desfilaron, del brazo, hasta la parada del autobús y esperaron en silencio. Ese era su ritual al salir de clases, a veces se besaban tímidamente o conversaban. Pero, ella estaba muy silenciosa. No entendía que ocurría, no solo era ella... Muchas de sus compañeras acontecían con dolores de cabeza y mareos. Pensó en eso: malestares y mareos en adolescentes.
Sam se pasó la lengua por los labios y miró fijamente a Donna.
—¿Estás embarazada?
Donna frunció las cejas, en sus ojos acuosos se reflejaron los rayos naranjas del atardecer.
—¡No!—Replicó y le golpeó el brazo—. ¡No lo sé! ¡No creo!—Sus orejas enrojecieron—. Hace mucho que no lo hacemos...
Sam sonrió, lobuno.
—¿Quieres que lo hagamos en la parada del bus?
Donna lo golpeó en el brazo y arrugó la nariz.
—¡No!
—Bueno—soltó una carcajada—. ¿Qué tal el bosque?
—¡Sam!
Donna rió finalmente y lo miró con suspicacia. Le gustaba verla sonreír, sentados en la parada del autobús, mirándose como si fueran eternos. Estiró la mano y le apartó un mechón castaño de la oreja. La chica sonrió y se lamió el labio superior. Esa era la señal.
Sam la tomó del mentón y la besó suavemente. Sintió los labios de Donna presionar contra los suyos, y no supo porqué, pero eran inusitadamente dulces. No profundizó el beso.
Continuaron hablando de cualquier cosa. Aquella línea siempre se tardaba, y así fue como su relación comenzó.
—¿Supiste lo del justiciero nocturno de Ciudad Zamora?
Donna frunció el ceño y se masajeó las sienes para amortiguar su malestar. Sam le pasó un brazo por los hombros rollizos en un cálido abrazo.
—¿Lo mataron?
—Aún no—sonrió, impasible—. Es como un fantasma cuando le disparan. Ha atrapado a unos cuantos ladrones y dicen, que está detrás de una banda organizada en busca de ajuste de cuentas.
—Lo matarán—replicó Donna, amargada—. Es un loco que se disfraza por las noches y actúa como héroe por la fama. Lo van a matar y lo van a olvidar. Como al joven que asesinó al policía porque estaba poseído por un demonio... Hace poco lo dejaron libre. ¡Y eso fue en el pueblo al otro lado de la montaña! Siempre va a existir ensaña y los que intentan combatirla, y mueren trágicamente. Así funciona este mundo. Las personas como ellos, deberían estar en un manicomio sedados hasta las cejas con drogas.
Sam suspiró y esperó que la tensión desapareciera. Donna podía ser tan insolente algunas veces, la quería; pero no la aguantaba cuando se ponía tozuda.
—¿En serio no estarás embarazada?
—¡¡¡Samuel!!!
—Los síntomas aparecen a los meses del... acto.
Donna calló, frunció el ceño y palideció.
—¡No!
Sam sonrió, malévolo y le acarició la mejilla. Le gustaba Donna, no podía creer que ella también lo quería... Incluso cuando la besó por primera vez, dudaba... Pero ella resultó ser una buena amiga y compañera. El primer beso fue tímido, el segundo fue más atrevido y el tercero atrajo al resto. Donna solía ir a practicar al club, pero era bastante floja y para nada flexible.
—Al profesor José le cayó un tronco en los pies—Sam imitó un rictus de dolor—. Tiene los dedos como morcillas. Así que Nelson está practicando con los nuevos.
—¿Por qué dejaste de entrenar?—Donna le acarició la mejilla—. Eras muy bueno.
—Nelson es mucho mejor—sonrió—. No es muy flexible, pero es muy fuerte y habilidoso. Me he vuelto tieso y patoso después del accidente. El profesor siempre dijo que tenían que hacerme de nuevo.
—¿Todavía sigues peleado con Nelson?
—No estamos peleados.
—Pero no se hablan... desde que abandonaste el club.
—No hemos coincidido.
—Ustedes son buenos amigos, no deberían pelear.
—Una vez peleamos.
—¿Quién ganó?
Sam se palmeó el muslo y miró los labios de Donna. Quería otro beso, nunca eran suficientes.
—Eso es un secreto.
Donna era bastante tímida en público, pero cuando estaban solos era más extrovertida y juguetona. Solían juguetear en las aulas vacías y besarse. Algunas veces se frotaban y ella se la chupó una vez y... vomitó. Cuando le rompió el himen, Donna lloró y le pidió parar. No sintió nada placentero y no volvieron a intimar más desde ese día.
—¿Viste las muñecas de Finch?
Sam miró el horizonte purpúreo: el sol era una moneda de cobre fundido que pintarrajeaba los tejados de metal con ardor.
—Ya.
—Creo que ha vuelto a cortarse.
Sam emitió un murmullo gutural.
—¡Sam!—Chilló Donna, rabiosa—. ¡Es tu amigo! ¡¿No te preocupan sus marcas?!
—Finch va a estar bien.
Donna se cruzó de brazos y se liberó del abrazo.
—¡¿Por eres tan despreocupado?!
Sam se encogió de hombros, despectivo.
—Es mi amigo y me preocupa. Pero es algo que debe superar solo, no importa cuánto le aconseje... Si él no está dispuesto a cambiar, nunca lo hará. Ya dejó de consumir tanta mierda y duerme más.
—¿Y si se mata?
—Finch no es de esos suicidas que están dispuestos a llegar al final—miró al suelo. Un ejército de hormigas llevaba a cuestas el cadáver de un ciempiés pisoteado—. Es una de esas personas tristes que mueren un poco cada día, pero se niegan a la muerte definitiva... porque es mejor vivir, aunque no tenga sentido continuar. Quizás un día sientas un poco menos de dolor.
—¿Desde cuándo se mete drogas?
Sam se encogió de hombros.
—No sé, la consigue por allí y la consume a escondidas. Es un buen chico, ¿sabes? Es bastante delgado pero tiene mucha fuerza, y corre muy rápido. Incluso cuando está locote, no se mete con nadie y llora escuchando música.
Donna se fue en el viejo bus de pinturilla desvencijada y asientos correosos. Pero Sam se quedó en aquella avenida, esperó que el sol descendiera hasta su sepelio purpúreo y las nubes rosáceas envolvieron al mundo con tonalidades ambarinas. Su novia se enfurruñó muchísimo cuando vio la férula en su pierna... Tan solo fue un accidente durante el entrenamiento. Un descuido durante un giro y cayó sobre una rodilla con todo el peso. Mucho dolor. No quería que nada le pasará a su chica, pero si él no podría cuidarse, ¿quién la cuidaría a ella? Bajó por la calle desolada, bordeando viejos departamentos cubiertos de grietas.
—¿Tú también la has visto, verdad?—Contempló con los ojos como platos a aquel viejo fumando tabaco en la acera. Llevaba una docena de collares de piedras negras y cuentas en el cuello—. ¿Tú también la has visto en tus sueños?
Sam negó con la cabeza, cobijado por un miedo exacerbado.
—Había una Puerta de Piedra misteriosa—contó el brujo—. He soñado con ella varias veces, pero solo me pasa cuando vengo a Montenegro.
Sueños de mares cristalinos y sombras monstruosas. Solo por morbosidad, subió por la calle de pavimento gastado y casas abandonadas. En ese barrio pocos se quedaban, la mayoría se embarcaba en sueños de redención y aventuras más allá de esta país sin esperanza. Las casas estaban desprovistas de puertas, ventanas y muebles. Algunas, incluso habían sido extirpadas de sus techumbres de láminas. Era un barrio de esqueletos cubierto de pinturilla desvencijada y maleza venenosa. Se detuvo ante un puente desmoronado.
Bajo la construcción proliferaba una espesa vegetación que se extendía por un canal de agua teñida de barro. Allí se unían varios barrios de callejuelas y casas polvorientas, nacidas en la montaña como gruesos hongos grises.
Montenegro era un amasijo de barrios esparcidos en varias montañas traicioneras y lomas escurridizas. Tenía plazas, avenidas, un par de escuelas, unas docenas de tiendas, varias posadas, un hospital, una estación radial y un departamento de policía. Era un pueblo diminuto que creció con la superstición que conlleva la montaña del Sorte y sus rituales. El Festival de Peregrinación atraía turistas de toda América para las procesiones de María Lionza y su ejército de Santos. Reinaba la magia, el rito y el misticismo en aquella época de festividad. Se adoraban desde malandros santificados hasta dioses nórdicos. El pueblo se vestía de gala y se veían a los brujos fumadores de tabaco y santeros prepararse para las peregrinaciones con ostentosos collares de piedras negras y prendas coloridas.
Pero este año era diferente, se acercaba la fecha prevista para el festival junto con un evento sin igual: un eclipse durante la peregrinación. De todo el país vendrían los brujos para presenciar el eclipse desde la cima de las lomas y consagrarse a sus deidades en búsqueda de favores y limpiezas.
Sam rehuía ante aquellas fiestas de borrachos e ignorantes. La tienda vendía bien en aquellas épocas, pero el pueblo se volvía más peligroso con tantos locos reunidos. Eran muchos los relatos aterradores.
Sam se miró en un espejo de agua: el cabello y los ojos de un castaño rojizo sangriento. Aunque no estaba allí por crítica, intentaba averiguar qué era lo que aquella chica de aspecto inusual buscaba en el desagüe. Había visto nuevas caravanas de visitantes llegando antes de tiempo y ocupando las posadas del pueblo. Mientras repartía las entregas, vio como desembarcaban baúles pesados: contenían máscaras de animales de diversos metales y gruesas túnicas escarlatas. Nunca había visto tales ropajes, salvo en fiestas orgíasticas o rituales satanistas. Porque esa clase de locos también frecuentaba Montenegro.
Todo era tan extraño. La chica del desagüe, las locas de los gatos duplicando sus pedidos de tabacos e inciensos, su padre más viejo y cansado que nunca y... Donna y sus malestares. Aún no estaban ni cerca de octubre, y ya aconteció una desaparición. La chica era de su mismo colegio, pero desconocía su nombre. Una tarde no regresó a casa y creyeron que se fugó con su novio... pero él había llegado sin problemas. Al día siguiente se acusó al chico, pero después del interrogatorio y el proceso no se llegó a nada. Se instaló una búsqueda de la chica desaparecida y se declaró un toque de queda a partir de las seis de la tarde.
Sam desfiló, dentro de aquella espesura vegetal. Encendió la linterna y se deslizó por aquel túnel húmedo que conducía hasta las entrañas de la montaña. Debía tener cuidado de que el desagüe no se derrumbara sobre su cabeza. Ató nudos cada treinta pasos para no perderse en las viejas tuberías oxidadas. Tenía un pequeño reloj digital en su muñeca izquierda y lo veía de vez en cuando para percatarse de no perder la noción del tiempo.
«Seis, y trece minutos» pensó, sumergiéndose en las tinieblas.
Un pequeño riachuelo de agua sucia corría entre sus pies como un hilo ferroso. El olor a óxido era prominente, olía igual que la sangre derramada. Sam giró por una bifurcación y apartó los pensamientos de claustrofobia a medida que el grosor del túnel se abría y cerraba a su alrededor. Pensaba, fugazmente, en siluetas de monstruos y ojos brillantes.
Esperaba darse vuelta y ver una sarta de colmillos babeantes y un par de ojos refulgentes, dos estrellas verdes de animal. Esperando, pacientemente, para lanzarse a él como a la joven desaparecida. Para eso llevaba la daga. La sostenía en su puño contra su pecho, la sensación de la empuñadura de cuero era reconfortante y la daga brillaba como plata. Estaba afilada, de eso no había duda. Su padre la tenía escondida en un pequeño cofre amueblado e incrustado con granates. No podía leer la inscripción en el pomo: glifos rúnicos sin sentido de un idioma desconocido.
Sam avanzó en la oscuridad hasta que esta se volvió tangible, formando un grueso muro negro ante su sendero. La luz no traspasó aquella muralla y, sintió un escalofrío. Uno de sus zapatos se hundió en un charco y se asustó. Una criatura venía corriendo desde las sombras... Era grande, pesado, viscoso, monstruoso y estaba hambriento. Se paralizó, con la daga pegada al pecho y soltó un gemido. Debía estar temblando, pero después de diez minutos de mirar a la oscuridad... No pasó nada. Se rió disimuladamente, y continuó con su exploración a lo desconocido. Puso un pie frente al muro negro, y lo atravesó... Siguió avanzando hasta adentrarse en aquel ducto de olor ferroso.
No miró atrás, solo siguió caminando con una desagradable sensación de persecución. Cuidándose de no pisar un clavo oxidado o una serpiente ponzoñosa. Sabía que si miraba atrás, la oscuridad iba a saltar sobre él con sus tentáculos encrespados. Caminó sobre la luz, ciego y sordo, soñando y despierto en un estado intermitente parecido al de un moribundo. En un mundo de pesadillas y sombras tenebrosas. Vio duendes, abortos y diablos. Un monstruo, un monstruo, un monstruo...
Y la oscuridad perenne.
Sam se paró en seco, y miró a su alrededor. No vio tuberías, ni charcos y las paredes eran lisas, hechas de un cemento bastante maleable; casi una estructura ciclópea. Sintió que el ducto caía por un barranco y la temperatura descendió unos cincuenta grados hasta el punto de congelación. ¡Se había olvidado de colocar las señales y estaba perdido en la obscuridad! Decidió regresar por el mismo camino, y después de una hora caminando... encontró dos bifurcaciones. En una de las paredes leyó una inscripción tallada con cincel: «Piedad, por los incrédulos».
Sam frunció los labios y se decidió por uno de los túneles. A medida que fue adentrándose en el pasadizo se sintió vagando en una dimensión desconocida: un espacio entre la eternidad. Un vacío. Era el final del mundo, pero también el comienzo. Bajó por unas viejas escaleras de piedra y llegó hasta una caverna desprovista de vida. Allí las sombras se congregaban para alimentarse de los roedores voladores. Las paredes de piedra exhibían una erosión prominente y desde el techo abovedado colgaban largas estalactitas. No sabía dónde estaba, o si alguna vez alguien había estado allí. Siguió caminando con la esperanza de encontrar una salida a la superficie. Se encaminó por las bifurcaciones que subían o giraban. El suelo estaba conformado por un amasijo de arena grisácea.
A lo lejos, escuchó un resoplido y se le erizaron los vellos de los brazos.
Sam esperó, medio escondido detrás de un montículo rocoso y vio como una araña de largas patas tejía una complicada telaraña blancuzca. Siguió ascendiendo con la daga aferrada al pecho, y el miedo fue desapareciendo nuevamente. Había visto a la chica pelinegra de aspecto inusual entrar en las alcantarillas y perderse... ¿Qué estaba buscando?
Se topó con un pequeño cristal translúcido incrustado en una de las paredes ennegrecidas. Era caliente al tacto. Siguió avanzando y en la arena grisácea aparecieron diminutos fragmentos de cristal. La caverna se convirtió en un túnel brillante de largos cristales blancuzcos. A través de ellos era capaz de ver el aire atrapado como pequeñas gotas. Había un animalillo similar a una araña esquelética con doce patas que estaba atrapado dentro de aquel cristal tornasolado. La luz de la linterna lanzaba destellos.
Sobre su cabeza escuchó un retumbar y un pesado camión pasó sobre alguna calle cercana. El rumor del motor y las ruedas viajó a través de las paredes de la caverna y sacudió los cristales. Caminó, con la esperanza de encontrar una salida y desfiló por una pendiente de cristales semienterrados en la arena oscura. Un diminuto riachuelo conducía a una caverna excavada por el tiempo y los cristales brillaron, opalinos, bajo la superficie cristalina del agua. La afluencia se ensanchó en su travesía por el escarpado suelo y creció hasta volverse una corriente espumosa. Aquel río subterráneo poseía una blancura majestuosa, olía extraño y mareaba. El río se interpuso en su avance hacía la superficie.
Un camino de sendas piedras erosionadas conducía al otro trecho de caverna que era cortado por la corriente impasible. Sam saltó a la primera, y descubrió que el río era más profundo y turbulento de lo que había creído: un inmenso cristal brillaba en el fondo arcilloso y varias formas desconocidas se removían en las aguas plateadas.
Saltó a la segunda y contempló, con asombro, como aquel río discurría hasta las entrañas de una tierra misteriosa habitada por seres desconocidos. Escuchó una voz. Un llamado hacía aquel escondrijo. Saltó a la tercera, que estaba más erosionada por la corriente y creyó que caería en aquellas aguas hirvientes. Cuarta, quinta, sexta y... vio una figura nadando a través de la corriente desde una de las bifurcaciones del río. Era extraña, parecía un humano alargado de cabeza triangular... Lo observó, esperando y finalmente vio como desapareció a través de las bifurcaciones del río secreto.
Saltó a la última piedra y una brisa cálida lo golpeó. ¿De donde provenía aquel viento cálido? Miró en la dirección del resoplido y contempló la corriente del río que se perdía en una especie de bajada espumosa a una de las salientes. Allí los cristales poseían un resplandor rojizo y podía ver rayos de luz atravesando las aguas cristalinas. Fue por un momento fugaz, pero vio una abertura al otro lado de aquella catarata subterránea. Vislumbró arenas rojizas y un sol abrasador que desapareció tan rápidamente como lo presenció.
Saltó al otro trecho de caverna y subió por una pendiente rocosa en una larga y traicionera escalinata. Pisaba con cuidado, daba dos pasos y retrocedía uno. No podía caer y romperse una pierna allí abajo. Moriría y nunca lo encontrarían.
Cuando llegó a una caverna abovedada todo se tornó más extraño: había un corredor de suelo y paredes lisas que se extendía hasta una distancia impensable y un camino de losas que serpenteaba hasta lo que parecía ser una cámara. Se decidió por el camino de losas y vio que el techo estaba tachonado con cristales relucientes. Las paredes rocosas exhibían marcas de garras e historias ilegibles. Llegó al final del camino e ingresó a una cámara inmensa con distintos corredores que conducían a misteriosos destinos. Debía estar en el corazón de las montañas porque todos los sonidos habían desaparecido. En medio de la cámara había una escalera de piedra de unos sesenta escalones que conducía hasta un grueso portón de planchas negras.
Sam miró con detenimiento y descubrió inscripciones en las puertas pesadas: un sol y una luna tallados en cada puerta, junto una sarta de glifos inteligibles. En aquella cámara habían planetas, constelaciones y figuras que desconocía; talladas en las paredes olvidadas por el tiempo. Se detuvo pie un momento, embelesado por la locura inherente de aquella cámara secreta que había visto alguna vez en sus sueños efímeros.
Una corriente de aire llegó desde uno de los corredores y decidió que debía continuar. Linterna y estilete en cada mano. Bajó por uno de los túneles hasta una bóveda ensombrecida cubierta de arenisca pálida. Se maravilló con aquel descubrimiento sorpresivo que solo podría encontrarse en los sueños lunáticos de algún arqueólogo. Aquello iba más allá en la compresión de la historia conocida. El salón de losas de mármol exhibía una efigie antigua repleta de glifos de una lengua desconocida... le parecía que ningún texto antiguo era semejante a tal escritura cincelada. En las paredes sobresalían grabados extraños de una civilización olvidada.
El monolito alargado relucía con un brillo plateado inusitado. En el se veían figuras humanas de miembros alargados y ojos negros. Un cometa tallado en la piedra que caía sobre una esfera cubierta de niebla. Los cometas se sucedían en las constelaciones familiares. Aquellos seres desconocidos se enfrentaban en una guerra antigua contra extrañas especies homínidas cubiertas de escamas verdosas. Algo en aquellas formas humanas le pareció terriblemente grotesco: dientes afilados, ojos enfermizos de un amarillo lechoso y piel gruesa de un verde nacarado. Los hombres serpiente huían en procesiones tristes a islas mientras eran perseguidos por... No pudo distinguir los agujeros en aquellas ilustraciones. Habían borrado con cinceles los martirios de aquel misterio en los anales de la historia.
Sam salió de aquella bóveda mortuoria y se adentró en la oscuridad de un corredor estrecho. Las losas de piedra comenzaron a replegarse. Caminó sobre rocas y arena gris hasta que el techo volvió a ser rocoso y desigual. No supo cuánto tiempo estuvo caminando en línea recta, subiendo y bajando con su linterna haciendo retroceder las tinieblas.
Escuchó un bufido desconocido y retrocedió. Había llegado a un pequeño barranco y veía siluetas removerse en las profundidades. Apagó la linterna y esperó, con el corazón hecho jirones.
Escuchó un gemido de espanto y vio como una pequeña chica se escabullía, indefensa de una sombra en la penumbra. Llevaba el uniforme beige y los pantalones oscuros; era una colegiala. La estudiante desaparecida.
Sam esperó, esperó y esperó... Algo no estaba bien. La chica intentaba huir, pero se arrastraba emitiendo chillidos. No podía caminar, y luchaba cubierta de arena gris.
—Ah, no puedes moverte—dijo una voz grave. Un matiz en aquella voz lo perturbó, su mente se llenó de un miedo irracional. Era humana, pero poseía un carácter monstruoso—. ¡Sigue arrastrando tus piernas hasta que tus manos se llenen de sangre! ¡Corre!
Una bestia se desdibujó en la oscuridad y Sam ahogó el gemido de espanto. Era tan grande como un oso abominable, cubierta de un grueso pelaje níveo y con efervescentes ojos de un verde enfermizo. Sus colmillos eran prominentes y babeantes, y sus garras se retraían en potentes patas. Parecía un león, un perro y un tigre. Su cola larga terminaba en una mata de pelos pálidos.
La bestia albina reía con una inteligencia descarada. El hedor purulento le irritó la nariz y contuvo el estornudo. Era un aroma sulfuroso que lo hacía lagrimear. La bestia acorraló a la chica, que negaba frenéticamente con la cabeza mientras lloraba. Frutas agrias.
—Ya no puedes hablar—dijo, moviendo su boca morada repleta de colmillos—. Me gustan las chicas jóvenes y calladas. No sabes cuánto he esperado esto—se pasó una lengua rosácea y áspera por los bigotes—. ¿Sabes desde cuándo no pruebo un bocado digno? El sabor de la sangre y la carne mezclados con el miedo. Es una sed roja, ¿me entiendes?—La bestia albina estuvo ante la chica temblorosa—. No llores, pequeña. No puedo evitarlo, es el llamado de la naturaleza. Una cacería interminable contra estos malditos instintos—la chica se orinó encima y lloró. La bestia rió, burlona y añadió—: Malditos Sonetistas.
Sam cerró los ojos cuando la bestia abrió sus fauces y le hincó los dientes en el rostro a la joven. Escuchó los gritos de horror mezclados con los gemidos de dolor y el ruido húmedo de los dientes masticando y desgarrando la piel hasta la muerte. El puñal se le resbaló de los dedos sudorosos y fue a parar el suelo con un tintineo metálico.
La bestia albina levantó su cabeza y meneó el cuello. Sus orejas estaban encrispadas. Sam dejó de respirar.
—Esas malditas brujas—masculló. Las fauces del monstruo estaban mojadas de rojo—. Nos interrumpieron, hermosa—soltó una carcajada y mostró los colmillos ensangrentados. El rostro de la chica había sido arrancado de un tirón y su uniforme estaba empapado en sangre—. Bueno, ya no eres tan bonita.
La bestia rompió en carcajadas, le puso una gruesa pata en el pecho al cadáver y con los colmillos le arrancó la piel del estómago. Tiró con fuerza y la bolsa de carne se abrió para liberar los intestinos como serpientes rosáceas.
Sam estiró el cuello, se agachó y se deslizó con cuidado bajo el amparo de la oscuridad. Dejó abandonada la daga y trató de alejarse la más rápido que podía...
—¿Qué es ese olor?
Se paralizó con la cabeza baja. Estaba seguro de que no podían verlo desde el fondo del barranco. El corazón se le iba a salir.
—Huele a... canela, jengibre, bergamota—la voz de la bestia era tan grave como el raspado de una piedra de amolar—. Que delicia. No me malinterpretes, querida. Tú tienes un sabor delicioso, pero soy de gustos refinados. He matado magos, tienen un sabor exquisito.
Sam siguió caminando en silencio hasta que aquella voz se perdió. Luego, comenzó a correr por la caverna hasta que se bañó en sudor y se perdió. Escuchaba un riachuelo lejano que solo podía ser una alcantarilla. Bajó, en la oscuridad y encendió la linterna: una laguna espesa y negra. Aquel río pegajoso se escurría hasta una abertura en las profundidades, y era... petróleo. Escuchó el murmullo de un caparazón y vio un par de antenas largas.
Sam subió la luz de la linterna y alumbró un grueso y alargado insecto de una docena de caparazones rojizos. Cada caparazón era del tamaño de una calabaza y sus mandíbulas chocaban babeantes. Se aterró, ante el descubrimiento de aquel ser prehistórico de naturaleza extinta. Era un ciempiés gigante.
Creía conocer la verdadera fluctuación del mundo.
Miró su reloj y se espantó con lo que vio: «Seis, y quince minutos». Solo dos minutos habían pasado desde que entró al alcantarillado, pero... llevaba muchas horas allí abajo.
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