Epílogo. Veinte Mil Poemas de Amor
Epílogo
—De niño, vi el amor como algo lejano y ajeno. Un mundo extraño al que yo no podía acceder… y todos a los que amé, lo hice sin que ellos supieran cuánto.
Jonás dejó escapar todo lo que afligía su espíritu desde hace años, y lloró a mares mientras el psiquiatra lo miraba discretamente y le hacía preguntas respecto a su familia y sus amores. No sabía cómo, pero despertó oliendo a limpio y cubierto de sábanas blancas en un sanatorio. El Psiquiátrico Bolivariano en Ciudad Zamora era su reclusión, porque lo encontraron vagando en el bosque y riñendo con seres imaginarios. No recordaba aquello, puesto que la enajenación se apoderó de su mente justo en el momento que Sam perdió la vida. No quería recordar, y lo único que logró discernir fue un paisaje ruinoso y obscuro que olía a piedra y humedad. Allí era sedado cuando sus pesadillas se volvían insoportables, y asistía a terapia con el rollizo doctor Claudio. Dormía lo que podía, no se podía quejar de la comida y disfrutaba las conversaciones. Solía leer clásicos literarios y escuchar música suave para relajar sus deprimentes pensamientos. Estaba delirando, y su obsesión por Ana era patológica. No hay sentimiento más peligroso que el reprimido, y a veces se convierte en una emoción deletérea que enloquece al corazón. La terapia lo ayudaba… La música lo ayudaba. Vivir, sin la certeza de morir al anochecer… lo ayudaba.
Con frecuencia, solía soñar con océanos de fuego envolviendo los continentes y una sucesión de seres alados que descendía del firmamento para devorar a los sobrevivientes de las catástrofes. Mares sanguíneos de pulpa carnosa que lo llamaban a playas obscenas, e imágenes de seres retorcidos que se estremecían en altares abominables. Imágenes de supremo horror en un caleidoscopio que lo asediaba por las noches tenebrosas… Las Vísperas del Walpurgis eran las peores, porque las fronteras se abrían y las abominaciones saltaban entre los mundos como pulgas.
Claudio era paciente, y aguantaba sus desvaríos, prolongando la reclusión a pesar de los dictámenes del Papa Vitelio. Los episodios de enajenación nocturna eran impredecibles, no sostenían lapsos de tiempo establecidos o patrones previsibles antes de su manifestación. A veces, se sentía perseguido por una silueta alta y desfigurada, que vestía una túnica grasienta y cuya cabeza era un anormal ciempiés gigantesco cuyas patas chirriaban con chasquidos aceitosos. La entidad lo observaba al dormir, y lo sorbía en sueños… despertando somnoliento y cansado.
A veces, la alienación ocurría sin previo aviso, de sobresalto, y se perdía en lagunas de recuerdos. No sabía qué ocurría con su cuerpo, solo que intentaba escapar o se encerraba en el baño para hablar con seres imaginarios. Una vez rompió el espejo del baño, se abrió la muñeca y con su sangre dibujó un peculiar símbolo en el suelo… Los enfermeros forzaron la puerta y lo encontraron en posición de meditación, inmerso en un trance gnóstico mientras murmuraba lucubraciones y blasfemias que horrorizaron al personal.
Detuvieron la hemorragia y lo sedaron. Durante el estado desordenado al que se sometió su mente, tuvo alucinaciones con el ser antropomorfo con cabeza de miriápodo, que lo escudriñaba en la distancia, y lo señalaba con su dedo huesudo; y bajo su brazo… ¡Descansaba el tenebroso Libro de los Grillos que tantas desgracias causó en la historia universal! El mismo libro que destruyó para borrar la maldad de la Humanidad, y que fue manipulado con funestas consecuencias. Lo más aterrador, fue que ese día era Víspera de Todos los Santos… y los muertos caminaban junto a los vivos.
Sentía que se aproximaba, lo veía retorcer sus pinzas inyectadas de veneno y contonear sus anillos lujuriosos. Apestaba a gula y desesperación… Y provenía de una dimensión oscura, hace millones de años consumida por su horror cósmico. Viajaba como un relámpago a través de las dimensiones, a través de umbrales donde solo prevalecía la oscuridad y la ausencia absoluta. Podía ver a través de su Ojo, a través de la mirilla que tenía en cada Universo que conformaba el Todo…
Claudio lo sentenció a la camisa de fuerza cuando intentó sacarse los ojos, y le recetaron abundantes medicamentos que solo empeoraban su firmeza ante aquella entidad que arremetía contra su conciencia para tomar el control. ¡Sabrían los dioses qué sería del destino de la historia si Azzaroth llegaba a nuestro mundo!
Podría suicidarse, lo había pensado, pero… no quería morir. Quería volver a encontrarse con Ana y cederle las cartas que con tanto amor escribió. Lo más importante en la vida era el amor, y el destino del Universo se reducía a un ser amado que esperaba; que amaba en silencio y que, aunque fueran esperanzas vacías, creía ciegamente que lo esperaba. Debía refugiarse en una capilla santificada y recubrir sus defensas espirituales contra la invasión…
No lo dejaban salir, su perfil lo convertía en un peligro potencial y permanecía recluido hasta que consiguiera escapar de su presidio. Walpurgis, festividad de las brujas, se aproximaba, y no resistiría otro de sus advenimiento… Podría sentir su mente resquebrajarse con el paso de los días. Los episodios de alienación se habían detenido hasta el fin del año, y recibió cartas del Padre Anaximandro que requerían su presencia con urgencia en el Vaticano, a lo que el Psiquiátrico se opuso rotundamente.
Jonás se sentía cansado, y lo único que lo mantenía cuerdo el lapso de tiempo que no estaba drogado, en terapia o fatigado… era pensar en Ana, y en que no la volvería a dejar sola. Catatónico, faltaba solo un ciclo para la fiesta de las brujas, y ante la espera se sentó en su cama. Detalló su sombra, y la halló horripilante: era alargada y espesa, una mancha grasienta, deformada en la cabeza como un gigantesco bulto del cual se desprendían pinzas grotescas. Miró, petrificado, esta proyección bidimensional del abominable ser en que una de sus versiones se convirtió… Se preguntó el tormento que lo obligó a sufrir tal transmutación, y si él tomaría la misma decisión en su lugar.
Pensó en Ana, y que podría ser capaz de quemar el mundo si la perdía.
No escuchó la puerta abrirse, pero reparó en la presencia que entró en la celda y lo midió, postrado en la silla de ruedas por la debilidad de su cuerpo. La figura vestía una túnica escarlata que escondía todo su cuerpo con tela holgada y perfumada, y su cabeza era un pesado yelmo de plata con ornamento de murciélago demonio. Lentamente, liberó los broches de su yelmo y lo quitó de su cabeza para dejar caer un largo cabello negro. Sus ojos oscuros y asiáticos eran dos joyas de azabache en bellos párpados de malvavisco.
—Señor Inquisidor—dictó la china. La conocía de algún lugar, solo que no recordaba su nombre. Estaba pasmado por el asombro, y una parte de su mente seguía dormida—. El Papa Vitelio ha fallecido, y su presencia es requerida en Roma…
—No puedo salir—la voz le salió pastosa y difusa—. Estoy loco…
—¡La locura es una bendición!