Capítulo 20. Balada del Anochecer
Capítulo 20: ¿Y a quién ama Sanz Fonseca?
Jean Ahing miraba el techo abovedado de piedra con los ojos entornados y un aspecto lóbrego. La almohada donde descansaba su cabeza estaba teñida de rojo pardo y la herida que abría su garganta llenó de sangre la cama.
Clemente arrugó la nariz al inhalar el hedor a muerte, apostado en el umbral de la puerta. Aferraba la pistola del cinturón bajo la capa de puntos coloridos y esperaba... cabizbajo. No conoció mucho aquel hombre delgado y macilento.
Gerard se reclinó en la pared, con los ojos dorados tan vacíos... que parecían monedas de cobre.
—El padre de Jean me cuidó durante muchos años en una perfumería de la ciudadela—contó el bardo. La larga capa negra le daba un aspecto lúgubre. Le quitó el broche de plata a Jean y se lo colocó en el pecho: un basilisco bicéfalo de larga lengua—. El señor Ahing me brindó escondite de los Magos Rojos. A cambio de un poco de trabajo en la perfumería... Me asistió con comida, ropa y muchos libros. Era una de esas buenas personas que, poco a poco, han desaparecido con los años crueles. A él le gustaban mis canciones y cuando cumplí doce años, me regaló una lira. Él sabía de dónde provenía yo, y los secretos de mi sangre. Pero, nunca dijo nada. Cuando Jean, mi hermano, partió a la Casa de Negro para estudiar... Yo permanecí junto al anciano, alegrando su vida con baladas románticas y sonetos soeces. Cuando tenía quince años, una escalera vieja derribó al señor Ahing y rompió su cadera. Murió poco después... Jean vendió la perfumería, se retiró con los alquimistas y me cedió una parte del dinero.
»A los ocho años, le prometí a mi verdadero padre que me alejaría del Misticismo y los magos negros. Quería vivir una vida plena... así que compré papeles, tinta, ropajes finos, perfumes, un carromato y dos mulas. Llevé esa lira como mi mayor tesoro en mi travesía como bardo. Componía canciones y cantaba las que me enseñó Courbet por dinero. Iba de Valle del Rey al Paraje durante la Peregrinación a la Montaña del Sol, viajaba a Puente Blanco para las Fiestas de la Luna y me dirigía a Pozo Obscuro en caravanas para celebrar días festivos. Me topaba con magos negros, brujos y locos... Magos Rojos abusadores. Eran tiempos diferentes. Tiempos de feliz inocencia y dolor sublime—Gerard sonrió, entristecido—. Estaba enamorado de Anaís Ross.
»Cuando me volví a encontrar con Jean Ahing, fue como si una parte de mi pasado se encontrase. Jean Ahing, Niccolo Brosse y yo. Los tres estábamos en el campamento del Rey Dragón, esperando forjar nombres, encontrar el amor y la fortuna—hizo una pausa para escudriñar a su amigo muerto y le dedicó una reverencia solemne—. Éramos jóvenes ilusos, ¿verdad? Perdón por descuidar nuestra amistad. Siempre fuiste un gran amigo, ojalá hubiera sido más como tú. Quizás, si hubiera huido contigo y Pavlov de Rocca Helena. Todos estaríamos vivos, pero... desde que Niccolo Brosse murió y yo escribí esa canción de medianoche... nunca volvimos a ser los mismos. El verdadero yo se quedó en esa celda del Fuerte de Ciervos, escuchando la historia de ese desafortunado cantante. Gracias por liberarme y dejarme pasar por los túneles del castillo. Pero, ese no era yo: era Courbet.
»Friedrich Verrochio condenó arrancar mi lengua y el mundo sería mejor con esas canciones enterradas. Lo siento, Jean. Dejaste escapar al Hijo de la Sal en esta isla maldita. Por eso, comencé a recobrar los conocimientos del Misticismo que mi padre me heredó: el fuego, el rayo y la sal. Desde que Pavlov murió... volví a caer en el abismo de la magia y la oscuridad. Pero, a pesar de ir en descenso... tú ibas detrás de mí. Supongo que así es la vida: muchas despedidas.
Gerard le cerró los ojos a su amigo con dedos negros y dejó a los brujos para que le dieran un entierro digno. En la reducida celda, junto a la cama teñida de sangre... se encontraba una mesa de madera vieja con cuadernos estropeados y varios instrumentos de alquimia: alambiques sucios, botellas salpicadas, envases tubulares con esencias aromáticas, frascos con polvos y trozos de metales.
Clemente se acercó, curioso; siempre inmerso en aquella jauría de emociones que le provocaba la ciencia alquímica. Vio un cuenco con trocitos de plata y un diminuto caldero con una sustancia corrosiva. Había estudiado algunas pasantías de alquimia y mineralogía. Aquella sustancia se llamaba ácido nítrico y era sellada en un matraz de vidrio. La plata se disolvía en el líquido y un vapor rojo borboteaba. El gas dibujaba rizos por encima de la superficie del líquido, dentro de la botella. El joven cogió un cuaderno de piel y leyó la inscripción: «Alquimia del Universo Conocido por Jean Ahing».
Clemente intentó seguir a Courbet, pero el hombre desapareció al final del pasillo. El joven suspiró, se deslizó por un corredor de grandes ventanales en la Torre del Héroe y llegó a un salón de robustos pilares dorados con cintas rojas. En las paredes colgaban sendos retratos de las proezas de los Magos Rojos y la Primera Orden: Sam Wesen atravesando a Anastasio, el Archímago del Frío, con una lanza en llamas; los Magos de la Primera Orden comandados por Brianna Della Robbia contra un extraño mago negro de facciones toscas; Sir Seth Scrammer clavando su espada llameante entre los ojos de un monstruo reptiliano parecido a un cocodrilo mutante; y más reciente, Sir Cedric Scrammer, el Dragón Escarlata, quemando vivo al Homúnculista y sus terrores. Habían cuadros de historias que desconocía: una mujer de espléndida capa roja, lanzando relámpagos a un demonio con alas de murciélago y un viejo Mago Rojo esgrimiendo un báculo contra una tempestad en un valle de hombres petrificados. La pintura más prominente ocupaba un espacio sobre la chimenea del gran salón tapizado: Sir Cedric envuelto en un reflejo, varita y espada en mano, recibiendo una llamarada purpurea de las manos envejecidas del mortífero Mago de la Sal. Courbet Sangrenegra vestía túnica oscura con el sol negro bordado en el pecho y a sus pies, los restos salinos de los Magos Rojos que asesinó.
Clemente estudió la mesa alargada de caoba con refuerzos de acero. Las sillas permanecían en su lugar y los únicos ocupantes del espléndido salón de ventanales vistosos, eran el polvo y los fantasmas. ¿Seguirían celebrando y cantando canciones los Magos Rojos en épocas de gloria pasajera? Eran tantos los héroes y las historias de los Magiares, la Primera Orden y el Primer Castillo. Tantos fantasmas, misterios y recuerdos en las torres ennegrecidas del castillo.
Abandonó el salón vacío, se adentró en el pasadizo de la torre más alejada y bajó una escalerilla de piedra al final de un corredor penumbroso. Vio a un hombre narizón embutido en cuero, alrededor de su cuello llevaba piedras negras de protección y al cinto, una espada y una daga con glifos.
—¿Qué quiere?—Gruñó el brujo. Sus dientes estaban amarillos y picados por el tabaco—. Courbet dijo que nadie podía pasar.
Clemente se levantó la capa y mostró su salvoconducto: la pistola plateada con mango de madera. El brujo murmuró algo y lo dejó entrar a las celdas. La gran mayoría estaban vacías, tapizadas de polvo grasiento y ratas negras. Se cubrió la nariz ante el hedor a amoníaco y llevó su mano mutilada al mango del arma. Lo dolían las falanges que le faltaban.
—Guapo—lo llamó Felicia van Deen. La antigua castellano llevaba la túnica escarlata hecha jirones y el cabello revuelto en pomposas nubes. Le mostró las tetas de pezones oscuros y le sonrió—. ¿Quieres venir y hacerme llegar al paraíso?
Clemente sonrió de lado y le apuntó con la pistola de seis disparos. Llevaba dos, esa, y la de un disparo con boquilla ancha para cargas poderosas. También tenía varios puñales, un saco de cuero duro repleto de pequeños cristales con forma de lágrima y varias esferas de esencialina transmutada en Evocaciones Elementales.
Felicia torció el gesto, parecía triste. La alimentaban bien, limpiaron su celda y su cama estaba en mejor estado que la suya. Las brujas la bañaban. Pero, la mujer tenía apetitos lujuriosos que debía saciar, pesé a todo... Nadie quería tocarla por miedo a sus poderes. La mujer recibía al carcelero de turno desnuda, o se masturbaba y gemía en las celdas para llamar la atención. Desesperada por pasión.
—¿Puedo darte placer con la boca?—Se aferró a los barrotes. Las esposas de oro le impedían manipular la quintaesencia, pero... la había visto pulverizar a personas con ademanes de sus dedos—. Y tú podrías hacer lo mismo por mí. Estoy tan sola.
Clemente bajó la pistola, severo.
—Pobre Felicia, tan desesperada por amor. El sexo nunca llenará tu vacío emocional.
Se alejó de aquella celda y atisbo a tres personas: dos brujas Espino con chaquetas de piel y un joven de cabellos cenizos del Paraje. Estaban sentados en un taburete y jugaban a los besos. Cuando Clemente pasó a su lado, le sonrieron con timidez. Finalmente, llegó a su sitio; en una de las celdas del fondo, un anciano diminuto de barba escasa y capuchón morado, interrogaba a Zarraga Draper, junto a otras figuras más escalofriantes.
—El rey Friedrich Verrochio obedecía a Beret y a Comodoro—confesó el hombre con voz floja, ante Niccolo. Al gordo Zarraga lo golpearon y azotaron hasta hacerlo sangrar—. Llevamos a los ancianos, tullidos y deformes a la montaña Pezuña y los alquimistas les sacaban sangre para destilar esencialina.
Afuera, en la superficie, caía una llovizna ruidosa. Zarraga estaba de pie, cargado de cadenas y cubierto de cortadas largas y sangrantes. Estaba desnudo de cintura para arriba y las carnes prominentes se abrían de forma grotesca. A la luz de la fría antorcha, Niccolo lucía espectral y su sombra era tosca como el aceite negro; hizo resonar el látigo que llevaba en mano.
—¿Los alquimistas obedecen a Beret?
—¡No!—El hombre sudaba sangre, cansado y congestionado—. Todos... fueron asesinados por el Homúnculista. ¡El laboratorio fue saqueado!
Niccolo miró a Simon Fonseca, que escribía con rapidez en un pergamino. El hombre de cabello cobrizo y chaleco azul, azuzó el látigo.
—¿Qué sabes de los pozos excavados por la Orden de la Integridad?
Hacía mucho frío, pero el gordo estaba sudando de terror y lloraba.
—Era verano y la sequía estaba empeorando—contó, con los ojos cerrados. Le faltaban algunos dientes—. El rey Damian Brunelleschi... ordenó usar la autoridad de la Orden para darles agua potable a todos los habitantes.
—¡Malditos!—Clemente se aferró a los barrotes y apretó los dientes—. ¡Con el pretexto de ayudar al necesitado, sembraron su eutanasia colectiva en los barrios más poblados! ¡Millares de abortos inducidos por esa agua envenenada! ¡Miles de personas esterilizadas! ¡Tanta guerra, epidemia y exterminio... para que al final les quiten la esperanza de alumbrar vidas!
Zarraga Draper abrió los ojos cansados para mirarlo, lastimero.
—Los cultos realizaron una asamblea secreta... después de la coronación del Rey Sangriento—escudriñó a Niccolo y Simon—. Los miembros más importantes de la Cumbre Escarlata y el Culto del Gran Devorador. Ellos... inculparon a Gerard Courbet de la matanza y plantearon el recorrido de nuestro cambio radical. Íbamos a destruir la sociedad purulenta y a edificar un nuevo comienzo. Una Tierra Prometida.
Niccolo recorrió el látigo con la mano.
—Destruir la sociedad y sus personas: buenos, malos, inocentes y asesinos. Supersticiones y tradiciones. Niños regordetes nacidos en palacios y niños harapientos que viven en callejones.
—Vivimos en una isla dividida—Zarraga enrojeció y las venas de su cuello se tensaron—. ¡¿Cómo un ser humano puede ser feliz si no tiene nada que comer?! ¡¿Cómo un niño puede aprender de la belleza, si vive en un barracón junto a sus ocho hermanos desnutridos?! ¡Un cuerpo atormentado por el trabajo excesivo y el maltrato... nunca podrá descubrir la belleza del arte, la ciencia, la magia y el conocimiento!—El gordo se retorció con los grilletes cerrados en sus brazos temblorosos—. Eso... no es vida. Una vida sin conocimiento es una perdida. La sabiduría libra al hombre de muchos males.
—Un exterminio con propósito—asintió Niccolo y miró de reojo a Simon. El joven escribía con rapidez—. No les dieron a escoger: ser parte de su locura o vivir sus vidas simples y felices.
Zarraga sonrió, mutilado y ensangrentado.
—Cuando los poderosos dictan las leyes, las multitudes deben postrarse ante sus magnánimos. Es el Fin de los Tiempos, Niccolo Brosse. El mundo está cambiando. No podemos seguir ensuciando la tierra. No a esta nueva sociedad, donde la sangre peculiar será la piedra angular. Les dimos tiempo y placeres a los desgraciados sin quintaesencia... Su deber era disfrutar de su vida sin procrear alimañas. Pero se niegan a la paz. Sus revueltas solo traerán más muerte y desolación a esta isla maldita. Los que tienen sangre peculiar deben unirse a la Purga de Eutanasia para que puedan concebir, y al resto, deben aportar conocimientos para el eje, pero... deberán formar parte de la depuración y enterrar sus antiguas creencias. Se niegan a aceptar el cambio, ustedes los Sonetistas son la cara de una sociedad ponzoñosa. ¡Sanguijuelas!
El látigo cortó el aire y el sonido estridente inundó la celda. La carne de Zarraga se abrió con un sonoro alarido, seguido de jadeos y llanto.
—¡Calla, mierda!—Niccolo esgrimió el arma—. ¡Siguiente pregunta!
Simon rebuscó en los papeles y mojó la pluma en tinta negra. Esperaron que el gordo dejase de jadear y llorar con paciencia. Clemente se aferró a los barrotes, sombrío.
—¿Qué enterraron en Puente Blanco?
Zarraga apretó los labios, su rostro reflejó una mueca bizarra de consternación.
—¿Qué?
Niccolo levantó el látigo.
—¡¿Qué enterraron en Puente Blanco?!
—¡Un león!—Gritó cuando escuchó el estallido del cuero—. Los Magos de la Orden enterraron un león en el corazón de la isla. También cavamos fosas con personas vivas en los cuatro puntos cardinales y les prendimos fuego para sellar sus espíritus. ¡Estamos plantando los cimientos de un futuro! Son sitios encantados, con huesos y cenizas sepultados.
Niccolo dejó el látigo en una mesa repleta de instrumentos de tortura y miró al anciano de capuchón morado. Lo conocía: Joel Guillén, un brujo de antigua estirpe que subía la Montaña del Sol y vendía pócimas en el sureste.
—Suena a brujería.
—Eso es claro—replicó Simon con los dedos manchados de tinta.
—La brujería tiene niveles, niño—Joel tenía un ojo ciego y otro tan negro como el carbón—. Tú has conocido a los fumetas, paleros ladrones de huesos, adivinadores y pocimeros. Gente que hereda conocimientos o aprende de la superstición. Filtros de amor, sortilegios y milagros. Más adentro, en el corazón de la montaña, los brujos comienzan a tratar con fuerzas oscuras. Hablamos de sacrificios humanos y evocar maldiciones capaces de devastar familias, cambiar el clima o... reclamar un dominio. Es magia negra basada en la antigua tradición de los Dioses Muertos, plasmada en el sacrílego Libro de los Grillos. No sé dónde está el libro maldito, es probable... que ya no esté en el mundo de los vivos.
Joel calló y se pasó la lengua morada por las encías podridas. Olía a sudor, tabaco y caramelo. Simon sopló el pergamino con la confesión y limpió la pluma con alcohol de madera.
—¿Vamos a interrogar a Felicia?
—Lo más probable es que se excite con los latigazos—terció Niccolo—. Es una ninfómana reprimida. ¿Quieres torturarla? Lleva a una chica frente a su celda y usa tu lengua para darle placer. Va a confesar todo.
—Es una buena idea—sonrió el joven.
Clemente contuvo la risa y se alejó, al fondo, donde la luz de los agujeros no llegaba. Andaba con cuidado, con miedo de pisar una serpiente. El Primer Castillo quedaba en el corazón del Bosque Espinoso, rodeado de lagunas infestadas de animales ponzoñosos. La celda donde dormía estaba en la torre más próxima a la muralla húmeda de la afluencia. Un colchón limpio, una habitación cálida y despejada. La mejor celda del castillo, y cuando le preguntó a Gerard por qué nadie la quería, se asustó...
—En esa cama murió un hombre—sonrió el bardo—, por más de cuarenta picadas de ciempiés rojos.
Clemente asintió.
—Que bueno.
Una tarde, estuvo rebuscando en el almacén. Un tonel de mantequilla estaba cubierto por una gruesa lona, al principio tardó en recogerla... porque era muy pesada. Cuando la levantó, resultó ser tan liviana como cualquier otra... Miró al suelo y descubrió una tarántula peluda del tamaño de una rueda de carro.
—Que chévere—dijo.
A veces cuando se bañaba, en una cámara pétrea donde una tubería del canal alimentaba la bañera donde recogía cubetas... A través de la única ventana en un pequeño agujero de ventilación daba al exterior, vio la cabeza de una serpiente manchada que lo escudriñó con ojos de jade.
Clemente asintió, apesadumbrado. Se adentró a la oscuridad de las gusaneras y entró a una celda amplia. En el centro estaba Giordano Bruno, cargado de cadenas en el suelo. Negro y dorado... Depravado. Gerard Courbet sostenía eslabones de sus cadenas con las manos enguantadas. Niccolo no tardó en llegar a la celda iluminada con lámparas de litio. Acromantula estaba al fondo, reclinado en un taburete.
—¿Sabías que somos familia, Courbet?—Sonrió, lobuno. Giordano tenía los mismos ojos dorados y cabello rubio que su contraparte, plagado de malignidad y arrogancia—. Nuestro padre, Francis della Robbia, era aficionado a la servidumbre. Al descendiente del vanagloriado mago Della Robbia, le gustaba cojerse a sus sirvientas y hostigar a su mayordomo. Mi madre, al igual que la tuya, trabajó en aquella mansión y fue presa de la lujuria del señor. Menos mal que tu madre huyó, porque nuestro padre... mató a la mía. Intentó matar a su bastardo, pero huí con la espada de la familia. ¡Han pasado casi veinte años de eso! Míranos, hermano, somos los vástagos de un mago legendario.
Las cadenas que sostenía Gerard enrojecieron y una descarga cerúlea lanzó al alquimista loco al suelo con espasmos.
—¡Yo maté a Francis della Robbia!—Dictaminó, sus manos desprendían volutas de humo—. Así como te voy a matar a ti. ¡Tú mataste a mi Louvre!
Giordano se revolvió, en carcajadas. Aquella celda era la más vigilada del castillo porque todos querían matar al Homúnculista; ya sea rencor por sus actos, venganza por su matanza o simplemente altanería al querer forjarse un nombre. A Jean Ahing le cortaron el cuello y Arianna Cerezo, que vigilaba la cárcel, le rebanaron las tetas y la violaron... La dejaron desangrarse a merced de las ratas. Eran numerosos los atentados contra el siniestro hombre conocido como Giordano Bruno.
—¡Tú no puedes matarme!
—¡He matado a más, por menos!
—¡Ustedes no tienen nada con que amenazarme!
—Quizás a la reina Annie Verrochio agradezca recuperar a su Homúnculista—Niccolo se acercó y se inclinó hacía el hombre en el suelo—. Escuché que está encinta. Podríamos enviarte en trozos y meter tu cabeza en líquido conservantes para que veas nacer a esa pequeña criatura. No es secreto, sabemos que cogías con la princesa. ¡La vida es muy curiosa!
Giordano vaciló, sus ojos obscuros soltaron chispas.
—¿Qué quieren de mí?
Gerard Courbet se pasó la lengua por los labios.
—¿Estás enamorado de la reina?
—¡No se rían!—Vociferó Giordano y la saliva le brotó de los dientes—. ¡Quemaré el mundo entero por no haber encontrado el verdadero amor! No quedarán ni las cenizas putrefactas de los humanos. Los mataré a todos—los miró y sus cejas formaron una pirámide. Era evidente el estado cansado y de suplicio en que se encontraba—. Destruiré cada recuerdo, porque... estoy triste. Porque todo me hace sentir vacío. Porque si podría cambiar mi vida por un deseo... Sería que la humanidad desapareciera en un segundo. Que todo el dolor, la soledad, el amor y la felicidad dejen de existir con un parpadeo. Sería un paraíso.
Gerard negó con la cabeza.
—Este hombre está loco—lo estudió, con lástima—. Conozco a estos lunáticos: los Sonetistas están repletos de ellos. Son personas quebradas que buscan una manera de enderezar sus vidas. Pero, han destruido todo lo que alguna vez les importo. Son seres sin sentimientos, que sufren y anhelan un sueño para redimir sus errores. Lo sé, porque soy uno de ellos.
—Ya sé lo que intentas, Courbet. Quieres embriagarme con tus palabras.
El bardo sonrió, apenado y volvió a negar.
—Tú perteneces al culto de magos negros... que tomó el poder de la isla durante el mandato de Friedrich Verrochio.
—El Culto del Gran Devorador—respondió Giordano. Se sentó en el suelo, cubierto de polvo y sudor. Aquel hombre poseía una esencia débil, pero profunda como el veneno de frutas podridas—. Un culto de pensamiento tan antiguo como la humanidad. O eso dijo... el vetusto Daumier el Terrorífico. Magos negros que han vivido durante milenios: fundadores de religiones, tiranos que exterminaron imperios y maestros de lo ignoto. La ciencia y la magia... en el confín del mundo. ¿No lees los antiguos manuscritos? Los últimos vestigios de la Ciudad Eterna, encerrados en esta isla sin esperanza. Ahora, ustedes—soltó una risita estridente—. ¿Quiénes son ustedes en comparación con ellos?
Gerard se irguió soltando los eslabones y le enseñó la espalda al alquimista. Se pasó la lengua por los labios y sus ojos dorados lanzaron destellos.
—Nosotros... los últimos Sonetistas del Fin del Mundo—caminó hasta la salida—. Somos los que nos opusimos al cambio, y fracasamos—echó un último vistazo—. Veremos el crepúsculo de nuestros días en soledad y moriremos en busca de sueños de redención.
—No sabía que eras profeta.
—Espero nunca serlo.
Clemente se retiró, aburrido. Regresó a una de las celdas contiguas y avanzó por un corredor completamente negro. Sacó de su cinturón un cristal de cuarzo y dejó que la esencia pálida iluminará el camino. Aquel círculo de luz se derramó a borbotones por el reducido pasaje. Cada castillo tenía sus misterios, y quería averiguar qué escondía una de las edificaciones más antiguas de la isla. Era curiosidad, quería mantener la mente ocupada para evitar las imágenes... Del cadáver de su madre y su última sonrisa al verlo. De sus piernas hinchadas y sus venas reventadas. La sangre en el suelo y sus ojos amarillos. Aquella pestilencia a amoníaco y cloro que nunca se iba.
Fue un cobarde por no poder sepultar aquella carne.
En su familia no era costumbre quemar los cuerpos para el Resurgimiento, por lo tanto, le pidió a un desconocido enterrar a su madre Delaila por tres oriones. Muerta. Promesas rotas y sueños incompletos.
Caminó, temblando, en aquella burbuja de luz pálida. Las sombras se reflejaban en las tinieblas ante el círculo mortecino. Hacía mucho frío en el túnel y una bifurcación descendente lo hizo virar más abajo hasta que el sonido de la lluvia desapareció. Solo quedó el vacío y los pensamientos. Ya no tenía ganas de seguir viviendo, lo había perdido todo... ¿Qué importa que se perdiera en los túneles? Todo por lo que había luchado, y asesinado a sangre fría... estaba bajo tierra. No creía en cielos o infiernos y abandonó toda su esperanza de reencuentro.
Clemente llegó a una cámara abovedada con un robusto pilar en el centro. El extraño metal era de color negro y a su alrededor... las cosas parecían atraerse. Tenía un anillo de hierro y le costó despegarlo del pilar negro. Reconoció aquel material , era magnetita. El metal tenía vida propia y atraía otros metales con gula. Aquella era una cantidad exagerada. ¿De dónde la habían sacado? Más increíble aún... ¿Cuál era su función?
Levantó el cuarzo y la luz bañó la tosca superficie. Barrió el polvo y descubrió Maeglifos de Conducción Energética, Absorción, Retención y otros más difusos. Sentía que su sangre era atraída por el pilar. ¿Acaso era un pilar de protección? Estaba escondido en lo profundo del castillo. Podría ser un arma mágica de la época de los Magiares o... un transportador.
Hacía un milenio el Misticismo llegó a su cúspide y los Magiares de la Iglesia del Sol utilizaban herramientas que hoy desconocemos. En Valle del Rey descubrieron un pozo en una catacumba, adornado con runas y en la arena del pozo... se encontraron fragmentos de vidrio. Aquel era un punto energético usado en otrora para viajes.
Clemente iluminó el suelo y reveló los glifos tallados en el relieve del mármol, y en las paredes. Escuchó un rumor de pasos y absorbió la esencia de la joya brillante. Quedó en penumbra y se adentró en un túnel de techo bajo como escondite. Iba en ascenso y serpenteaba por un túnel húmedo tapizado por hongos fosforescentes. Las voces eran difusas a través de las rendijas de piedra. Afinó su oído y le pareció ver las formas desdibujadas en la oscuridad de dos espectros esqueléticos.
—Crowley regresó de la tumba en el este—era una voz etérea. No sabía si era hombre o mujer—. Y escuché que crearon un ejército de muertos en el norte. ¡Un millar de cadáveres levantados con nigromancia!
—¡Mierda!
—¡Como sea! Courbet tiene las de perder. Huyamos con el Sol Negro y no seremos destrozados por el millar de cadáveres. ¡Lo vi en el tabaco! ¡Había una calavera en las cenizas! ¡Al viejo Joel le saltó un gusano del rollo!
Clemente se encontró con una pared y perdió las voces. Había dos túneles bajos con unos tres dedos de agua. Siguió avanzando por un nido de ciempiés rojos y llegó a una estructura circular con una escalera de piedra. La luz plateada de la noche caía a través de un agujero en la superficie. Subió, con las manos aferradas a los peñascos húmedos. Algunos estaban flojos, pero firmes. No resbaló en ninguno, llegó arriba después de subir veinte peñascos y emergió de un pozo de piedra vieja. Si la llovizna hubiera sido un aguacero... posiblemente el túnel estaría inundado. Extramuros, el cielo nublado auguraba lluvia y los relámpagos tormentosos iluminaban el cielo negro. La laguna se extendía en una línea gruesa de agua aceitosa que discurría a través de las montañas de vegetación espesa. Cubierto de barro y polvo, emprendió el viaje de regreso al castillo. En la vigilia, se topó con un brujo fumando un rollo de tabaco, en soledad y rezando. Otro, más envejecido y moreno, resguardaba el portón de sulfato con una pesada lanza, el doble de larga que su cuerpo.
—Asesino de Magos—sus ojos eran diminutas canicas en un rostro rubicundo—. ¿Estabas buscando algo?
—No—Clemente se quitó la capa mugrosa y dejó entrever el cinturón repleto de puñales y pistolas. Se vestía con cuero tachonado pegado al cuerpo, rodilleras y coderas de bronce—. Me estaba cogiendo a tu madre. ¿Algún problema?
El hombre enrojeció y aferró la lanza con los dedos velludos. Clemente pasó junto a él y entró en el patio, donde los brujos reparaban los carros y recogían las armas. Entró por la robusta puerta principal y llegó a uno de los salones repletos: Sanz Fonseca regresó de sus incursiones con prisioneros, y se celebró un festín en el salón común de mesas robustas.
—¡Quemamos toda la granja y matamos a los Nigromantes!—El tinte púrpura de su cabello estaba desapareciendo y los mechones negros asomaban con modestia. La marca de fuego en su rostro lo distinguía, y sus ojos rojos le daban el aspecto espeluznante de los hechiceros malignos. Su capa color malva estaba desgarrada, cubierta de jolín, polvo y suciedad. Los brujos que lo siguieron portaban aspecto adusto: sucios, endurecidos y armados con lanzas—. Nos acercamos en la oscuridad y atacamos aquella obra del mal. Los cadáveres son difíciles de detener: les cortamos la cabeza, los brazos y las piernas... ¡Y seguían moviéndose! Estaban labrando la tierra y empuñaron las herramientas como armas. ¡Al matar a los Nigromantes los cadáveres volvían a ser simples cuerpos sin vida! El resto huyó, abandonaron a los muertos y se adentraron al Bosque Espinoso como cobardes.
El mago prisionero de rasgada túnica escarlata tenía una máscara de buitre plateada. Habían tres cuerpos cercenados, cubiertos de saetas y quemados, de rodillas; vestían andrajos de túnicas y solo uno conservaba la máscara de madera.
—Él es Antoine Cerrure—señaló Sanz—. Aprendió Misticismo en el Jardín de Estrellas desde los ocho años y se graduó como Evocador Elemental de Líquidos. Fue instruido en el Séptimo Castillo hasta el colapso del castellano, Cassio, se refugió durante la guerra y perdió a su esposa e hija por la peste. Fue voluntario de la Orden de la Integridad y se inculcó en la Nigromancia para manejar los cuerpos de sus compañeros caídos como... armas.
—¡No son armas!—Rugió el mago y un tarro de cerveza lo golpeó en la cabeza cubriendo su cuerpo con zumo. Aún así, no se resignó—. ¡Son herramientas para la labranza! ¡La nueva sociedad no tendrá necesidad de explotación laboral!
Gerard Courbet se irguió en su asintió, severo. Caminó despacio hasta el centro de la sala donde el prisionero y los cadáveres reposaban de rodillas. Se inclinó, y habló con voz suave. Todos los presentes guardaron silencio.
—¿Y quienes vivirán en esa sociedad?
—Los elegidos por Dios.
—Ya veo—asintió, con las muelas apretadas—. ¿Todos nosotros? ¿O solo los que tengan el salvoconducto en las venas?
Antoine guardó silencio y bajó la mirada.
—Descubran cómo funcionan los cadáveres—dictaminó Gerard mirando en abanico—. No olviden interrogarlo para conocer sus números, sus defensas y sus planes.
El barullo de aplausos se levantó en la celebración.
Después de comer, Clemente se bañó y se retiró a su celda. Revisó bajo el colchón y la habitación para asegurarse de no tener encuentros fortuitos con alimañas infernales. Escuchó que la puerta se abrió al apagar las velas, y antes de darse cuenta tenía la pistola de seis cargas en la mano.
—Que dramático eres.
Nay entró en la habitación con un collar solar en el pecho y la vestimenta de una sacerdotisa de pliegues seductores. El vestido era varias tallas más pequeño y se pegaba a su cuerpo de ninfa.
—¿Eres pecador?
Clemente dejó la pistola en la pequeña mesa nocturna y se levantó, vestido con lana perfumada y descalzo.
—A veces...
Se lanzó a la sacerdotisa y atrajo su mentón con los dedos. Estampó sus labios y atrapó los de ella. La sensación agradable le hizo cosquillas en la nariz, los labios y el estómago. Estaba vomitando humo por las orejas. La sentía, la atrapaba y la saboreaba. Era suya, y él también era de ella. Muy suave y embriagador. El calor le entumeció las mejillas y sin darse cuenta, estaba recorriendo aquella figura con los dedos. Una de sus manos aferraba su cintura y la otra se deslizaba por la cara interna de sus muslos. Buscó con los dedos su intimidad y... Ella no llevaba ropa interior. Nay se separó para tomar aliento. Clemente la atrajo por la cintura, la pegó a su cuerpo, hundió la nariz en su cuello y la besó... Recorriendo su piel con pequeños besos. La sacerdotisa lo empujó a la cama y lo derribó, se posó sobre él con las piernas abiertas y se mordió los labios.
Clemente sintió endurecer su miembro en el pantalón.
—¿Y tú eres pecadora?
Los ojos verdes de la mujer lanzaron chispas.
—Siempre.
Sintió como le quitaba los pantalones y se frotaba los labios menores con su miembro endurecido. No tardó mucho en mojarse, y ella se corrió, temblando... sobre sus caderas. Clemente la tomó por la cintura y... cuando la penetró, estaba tan mojada y estrecha, que no pudo aguantar los movimientos enérgicos y se corrió...
Clemente gritó y perdió el control de su cuerpo ante los espasmos. Le costó salir de ese trance, y nunca se sintió tan satisfecho y vulnerable.
—¿Me extrañaste?—Nairelys se inclinó sobre su pecho y lo besó con suavidad.
Sintió que volvía a estar erecto dentro de la chica, la tomó por la cintura y rasgó la vestimenta blanca de forma que sus senos cayeron, libres. Juntó sus piernas con fuerza y la penetró, desapareciendo. La sentía arder, latir y estremecerse. Se volvió a derramar adentro, presa de un estremecimiento involuntario. Y la complació con la lengua hasta que los dos estuvieron exhaustos.
La volvió a penetrar otras dos veces en la madrugada. La primera fue enérgica, la sostenía por la cintura mientras la penetraba en cuatro patas... En esa posición, la sentó en sus piernas, la estrechó por la cintura y el cuello, apretando sus senos. Sentía sus líquidos mojando sus muslos. La segunda, fue casi al amanecer, la acarició con ternura y le hizo el amor con lentitud... demorando el orgasmo deliciosamente. Se mantuvieron unidos, formando una sola carne durante una eternidad. Las sábanas terminaron empapadas de sudor, líquidos y semen.
Necesitaba cariño, calor y muchos besos. Más que sexo, esa noche hicieron y deshicieron el amor. Ojalá nunca hubiera terminado, porque cuando amaneció... hubo un terremoto.
Clemente se levantó, desnudo. La única ventana de la celda se estremecía como si fuera a despegarse del marco. El suelo a sus pies vibraba, con vida propia. Nay debió haber despertado antes para ayudar en la cocina. Metió las piernas en un pantalón de lana verde, se calzó dos zapatillas de cuero viejo sin medias y salió embutido en una camisa azur tan delgada que se partía. Subió por las escaleras seguido de un gentío somnoliento de granjeros achaparrados y brujos harapientos.
En el patio se conglomeró un púlpito maloliente y vespertino. Reconoció a Sanz Fonseca con una capa negra y el cabello despeinado. El centenar de personas formaba una masa de cuerpos adormecidos. La muralla se estremecía y la tierra se levantaba, se abría y susurraba. Las torres se bambolearon, como columpios colgantes. Clemente creyó que se iban a derrumbar y caer sobre ellos. Pero el temblor, de súbito, se detuvo. Una sombra cubrió el sol y las puertas de piedra crujieron.
Sin sus pistolas se sentía desnudo. No quería correr a su celda porque una réplica podría derribar las torres con él adentro. Las últimas personas terminaron de evacuar por el torreón principal.
Gerard caminaba adusto, envuelto en su capa negra.
—¡Por los dioses!—Aulló una campesina a su lado.
Clemente se dio vuelta y las piernas le temblaron.
La cabeza de un gusano blanco cubierto de mugre rectaba por la muralla de adobe y sulfato. Cubría el sol con su imponente tamaño y abrió sus fauces de tres mandíbulas para exhibir un festival de colmillos ennegrecidos. Era un engendro de la alquimia. Las puertas de piedra crujieron con un destello purpúreo. La multitud se fue desperdigando, el pánico se hizo presente y los gritos sacudieron el patio. Clemente se quedó petrificado ante la imagen bizarra, aquellas mandíbulas demenciales se cerraron en torno a la muralla y la despedazaron. El gusano era tan alto y grueso como un molino. Una de las planchas de sulfato cedió y se abrió con un estruendo. De la brecha surgieron varias sombras negras.
Gerard no huyó, se acercó a través del patio con zancadas firmes. Niccolo, Sanz y Pedro Corne d'Or lo acompañaron como escolta. Clemente también echó a andar con el ceño fruncido, a pesar de estar desarmado. Maldita curiosidad, pensó.
Las siluetas ignotas eran ancianos envueltos en túnicas de presencia imponente. Gerard lanzó un destello amarillento de un manotazo, rabioso, y el resplandor reventó en el reflejo del mago de túnica azur con numerosos collares. Uno de ellos se adelantó, alto e imponente, vestía de negro y llevaba un sol azabache en el pecho.
—¡No venimos a pelear!
Gerard no llevaba armas, pero cada paso que dio... dejó huellas negras en la alfombra de barro y hojas muertas. Su esencia ionizada desprendía volutas de humo salino.
—¡Me importa una mierda!—El Hijo de la Sal los señaló, irritado. El humo envolvió una su mano, la tela del guante saltó y se convirtió en cenizas ante la combustión—. ¡¡¡Nubes negras tocadas por luz ámbar!!!
El torrente de llamas brotó de su brazo de sulfato como un zarcillo dorado con tonos azules. El mago negro más bajo, en el centro, atrapó el fuego con sus manos manchadas, lo hizo girar en forma de remolino y lo desvió al suelo con un estallido de chispas. Las flamas brillantes se extendieron por el barro podrido, cruzando la distancia y encerrando a los Sonetistas en un círculo dorado de dos varas de alto y espeso. Clemente entró en las llamas de un salto, y dio pasos cuidadosos en dirección a Sanz Fonseca y Niccolo Brosse... más alejados.
De la brecha surgieron más personas, hasta que un generoso destacamento de brujos y brujas entraron al patio, armados con lanzas, espadas y hachas. En sus pechos relucía un sol negro bordado.
El diminuto mago negro del centro levantó las palmas y sonrió.
—¿Sabe quién soy yo, señor Courbet?
—Beret, el maldito Nigromante—escupió Gerard. Las llamas lamieron la tela de su camisa y capa, dejando ver el sulfato gris azulado de su brazo falso—. El Aquelarre de Brujos del Sol Negro—miró al mago alto y al de la túnica azur; frunció el ceño—. Aleister Crowley y Elphias Levi. ¡Creí que estaban muertos!
Aleister hizo una reverencia.
—El pequeño niño de Courbet ha crecido.
—Has sobrevivido demasiado al Ritual de Sublimación que concedió tus poderes—Elphias se acarició la barbita con una mano llena de anillos—. ¿Has ingerido elixires? ¿Tu cuerpo está rechazando la quintaesencia?
Gerard sonrió de lado, amargado. El erial de barro a sus pies estaba hirviendo y el hedor a sal era perceptible.
—Cuando era niño ustedes querían sacrificarme a su dios—terció y dio un paso. El barro húmedo silbó y dejó escapar humo blanco—. ¡Denme una razón para no hacer lo mismo!
Beret se acercó, sonriente. Las llamas ardían con desesperación...
—Una alianza estratégica—las huestes de los magos negros se apilaron detrás de ellos. Engrosaron hileras de brujas con ballestas, brujos con lanzas y magos renegados con varitas mágicas. Reconoció a Gabriel de Cortone empuñando un báculo de cedro rematado en un cristal receptáculo—. Perseguimos un mismo fin, señor Courbet. Como puede ver, contamos con armas... poderosas. Sumado al grueso de su ejército, podremos tomar el Jardín de Estrellas.
Gerard abrió la boca para protestar, pero Niccolo se adelantó.
—¡Bien!—Declaró y calló a Courbet con un ademán—. ¡Dividamos a la Cumbre Escarlata y venceremos!—Aleister asintió, risueño—. Pueden quedarse en el Primer Castillo mientras planeamos y le daremos sitio a sus brujos. ¡Sean bienvenidos, aliados!
—¡Niccolo!—Gerard echaba chispas. Miró a la sierpe reposando en la muralla, las filas de los brujos y los magos negros. Frunció el ceño, asintió, fulminó a Niccolo con la mirada y se retiró, rabioso. Cuando pasó junto a Clemente, oyó que susurró—: Niccolo nos matará a todos.
Clemente y Sanz decidieron acercarse a Niccolo. Elphias Levi, el mago de túnica azur repleto de collares, le dedicó una mirada siniestra... Fue como si le sondeara el alma. Acarició su barbita pálida y le vejez de sus ojos lo asustó...
—Asesino de Magos—adivinó, con una sonrisa—. Tanta crueldad en una mente tan joven.
Clemente se cruzó de brazos y tembló. Sintió un escalofrío en la espalda y una sacudida en los pensamientos. Se pasó la lengua por los labios y centró sus pensamientos de forma que: «una aureola de luz pura cubre mi cabeza». Se mantuvo firme y expulsó los pensamientos intrusos del mago negro. No era muy bueno para mantener la Barrera Psíonica, pero se esforzó hasta que le sangró la nariz. No podía estar tranquilo ante tales presencias hurgando en sus pensamientos.
Los mortificadores tuvieron un poder indescriptible antes de la aplicación de esta barrera mental. El Misticismo Mental es una rama poco ortodoxa que la Sociedad de Magos investiga a puertas cerradas. El curso de Misticismo Mental debía ser aprendido por todos los estudiantes que aspiraban a Magos Rojos. La aureola imaginaria era formada por ondas energéticas capaces de repeler las ondas mentales de los mortificadores, para proteger la mente de cualquier pensamiento intruso.
Elphias Levi sonrió, malicioso. Hizo una reverencia pronunciada y abandonó su hazaña. Clemente pudo respirar tranquilo, y se retiró... seguido de Sanz Fonseca. Niccolo les dio la bienvenida al Sol Negro, les cedió los establos y una de las torres para su asentamiento bajo la mirada furibunda de Gerard. Al anochecer, Clemente bajó al salón de piedra en el torreón principal. Allí se celebraba un festín de alianza repleto de música y jolgorio. Los brujos del este sacaron arpas, tambores y violines. Las brujas Cerezo cantaban en coro. Nay bebía en un rincón mientras cortaba trozos de panceta ahumada. Pedro Corne d'Or asaba salchichas y Amanda Flambée sacó un cochinillo hervido que desprendía un olor sensato. El Aquelarre de Brujos del Oeste comía y bebía en abundancia.
Se vistió para la ocasión con un grueso chaleco de cuero tachonado, pantalones de lino y botas gruesas. Se ató las rodilleras mutiladas, las canilleras y las protecciones del muslo. Coderas de bronce y guantes de piel de conejo. Rebuscó en la estantería y en un macuto guardó las anotaciones de Jean Ahing, cartuchos con cristales en forma de lágrimas y un recipiente repleto de esferas brillantes. Se comió el desayuno que le dejó Nay: pan frito con trozos de lémur asado y avena endulzada con azúcar de uva. En el cinturón depositó la pistola de seis cargas, la de cañón amplio y escondió tres puñales afilados: en la bota izquierda, en el cinturón y uno escondido bajo la manga de la camisa. Contó sus municiones y guardó el estuche de refacciones después de limpiar sus pistolas. Tomó otros puñales y los guardó en su cinturón...
Clemente se sirvió del cochinillo y comenzó a trabajar la mandíbula en una esquina próxima al solar. Seguramente, Acromantula aderezó la comida con ajo y otras especies que le dieron un delicioso sabor a la carne. Simon Fonseca estaba a su lado y degustaba la repostería artesanal de las brujas Espino. Atisbo una de las mesas alargadas del fondo y estudió a Gabriel de Cortone con una chica sentada en el regazo. Sanz estaba al otro lado del salón y bebía a sorbos de una tinaja. Jarwitt masticaba sendos trozos de carne asada con sus fauces bestiales. El lobo terrible comía y se movía como una persona más en el salón. Sus ojos de humo violáceo eran dueños de una inteligencia aterradora.
Gerard deslumbró el salón con su presencia negra, dorada y señorial. Se sentó en una de las mesas alargadas más desocupadas: aquella donde se congregó la guarnición renegada del Cuarto Castillo. Iba susurrando una canción cuando pasó por el salón y Clemente prestó su oído para escuchar:
En un cerrar de ojos apareció.
Tu cara sonriendo sin preocupación.
Al despertar...
La realidad me sacudió
¡Y comprendí que fue un sueño!
¡Y que nunca... Estuviste aquí!
Gerard se sentó en una esquina de la mesa y Pedro corrió a servirle salchichas asadas, puré de huevo, arroz frito con panceta y panes morenos. Los magos renegados—aunque no llevaban atuendos de magos—, le echaron miradas e intercambiaron murmullos de temor. Todos llevaban soles pintados de negro y túnicas de colores. Clemente estiró su sentido del oído para poder escuchar lo que decían.
—Señor Courbet—Beret llevaba una bandeja de plata con una jarra de vino rojo. Lo acompañaban sus pupilos: un joven tuerto, un diminuto moreno y una brujita regordeta de rostro pálido—. He escuchado muchas historias de usted.
—Espero que hayan sido las malas.
—Usted ha trascendido más allá del bien y del mal.
—Me cago en tu madre, Beret.
El anciano sonrió y juntó las manos envejecidas.
—Puede que parezca lleno de odio y resentimiento, pero es una persona muy amable. Sírvase vino, no está envenenado—bebió para demostrar su veracidad.
—Nunca me he cogido a un viejo—se sirvió un vaso del vino rojo y sorbió—. ¿Te la han metido por detrás? Nunca es tarde para empezar.
—¿A qué se debe tanto rencor?—Beret tomó asiento—. Entiendo que el Sol Negro acogió a su padrino, el señor Courbet Sangrenegra. Usted, como su predecesor... debería estar agradecido.
—El Sol Negro envenenó mi sangre y ahora, debo beber los meados que destila Acromantula, para poder llegar vivo al final del ciclo—dijo. Masticó el arroz frito y mordió una salchicha asada—. Aleister, Elphias y el resto de magos negros... me alejaron de mi padre. Y lo llevaron a la muerte. ¿Cree que pueda estar tranquilo sabiendo que esos hombres acampan en mi castillo?
—Su padre, el Mago de la Sal, fue un mago inigualable. Su hijo, no se queda atrás... pero se opone al cambio. Gerard, Courbet... o como quiera. Podría convertirse en la Justicia Mayor de aquel incendio que envuelve la isla Esperanza con un nuevo comienzo.
—No confío en usted—dejó la copa de vino en la mesa—. Es un mago negro antiguo. Lo único que trae a esta isla es muerte y ruina. La hambruna del rey Joel y la extinción de los Sisley. Las Guerras de Sucesión de Friedrich Verrochio y Seth Scrammer. La peste que exterminó a un tercio de la isla. La Matanza del Valle de Gigantes que se me inculpó, sin razón alguna. El Ascenso del Rey Sangriento, la Caída de la Sociedad de Magos, la Eutanasia, y ahora... El Fin del Mundo de los Sonetistas. La isla recuerda, y detrás de toda la destrucción: su culto hermético. Soy una persona impaciente y frívola. Sé que creó un ejército de muertos, Beret el Nigromante, debilitó la isla con astucia y animó los cadáveres con su magia negra. No sienten miedo, hambre o cansancio. Una legión mortífera e imparable que dominará su prototipo de sociedad utópica: regida por la Eutanasia de Sangre.
Beret se pasó la lengua por los labios envejecidos.
—Que tétrico es usted, señor Courbet.
—¿Qué es más, sino?
—Me asombra que un hombre como usted, solo sea capaz de ver la barbarie y la matanza en algo tan... revolucionario—Beret sonrió, taimado; mostró sus dientes blancos y enterizos—. Eso no es un ejército. Mucho menos, lo que usted piensa: un instrumento bélico. No... Es mano de obra para nuestra sociedad. ¿A quién se le hubiera ocurrido? Autómatas de sulfato dirigidos en pos de producir, construir y servir. Mano de obra que no tiene gastos y trabaja sin descanso para servir a nuestras futuras generaciones. Quise eliminar los desperdicios de la sociedad... y reemplazarlos por instrumentos. Alimento, ropa y viviendas libres para la población controlada con eutanasia. Elixir de Cinabrita para los eruditos que aportan al avance. Un mundo que pueda gozar de las artes, el conocimiento, el amor, la educación, la música y la belleza. Es fantástico, caótico, próspero y abundante. ¡Terrorífico!
Clemente se desconectó cuando una pesada mano lo estremeció. Simon por poco se atragantó con el bollo dulce.
—¡He escuchado mucho de ti!—Gabriel de Cortone se sentó a su lado con pesadumbre y se sirvió trozos de cochinillo con una sonrisa majadera—. ¡Todos hablaban de ti en primavera! ¡Te tenían miedo! ¡Incluso, yo te tenía miedo!—Le tendió la mano y sus ojos azules lanzaron destellos—. Gabriel de Cortone, la Cabra de los Pájaros Negros.
—Clemente Bruzual.
—¿Te gustan las canciones, Bruzual?—Señaló a una de las mujeres que cantaba.
La chica le dirigió una mirada tierna y lo saludó con la mano. Era rubia y pequeña, de rostro inocente, pero armada con un cinturón de varios puñales.
—Ella es mi esposa, Valeria Espino.
Clemente se mordió la lengua.
El bullicio del salón no dejó escuchar la melodía de los músicos, hasta que todos los instrumentos se unieron. Las arpas desprendieron tintineos agudos. Simon dejó de comer para contemplar aquella canción, tenía los labios cubiertos de azúcar. La voz de la chica era solemne y todos guardaron silencio. Los tambores graves la acompañaron. Pero algo ocurrió, los magos renegados lanzaron relámpagos azules, estos hendieron el aire y se difuminaron. Las notas sonaron eléctricas, poderosas.
Ahora salgo y me emborracho.
Veo la noche hacerse el día.
Desayuno con un cacho y con una fría.
Desde que te has ido.
Mi vida ha sido.
Control y descontrol...
Cada noche es más negra y ya no me alegra.
Ni el alcohol.
Clemente pensó en su madre.
La última vez que la vio, ella le hizo una tarta de despedida. Estaba caliente y deliciosa. Porque lo que quedaba de Delaila Curie fue despedazado en aquellas celdas negras: era un esqueleto cubierto de piel y sus piernas estaban deformes de golpes.
Porque esta casa ya no es un hogar.
Desde que te fuiste, sola y triste.
Paredes frías, camas vacías.
Siento sin tu aliento el tiempo lento.
Miró sus botas y las lágrimas rodaron por sus ojos afligidos. Le costaba llorar, difícilmente podía volver a sentir emociones. Tristeza, rabia, amor, envidia... todo estaba sepultado junto a las cenizas de otras treinta personas martirizadas.
Y ahora voy tratando de evitar algo que me conmueva.
Hibernando como un animal en una cueva.
Desde que te has ido, mi vida ha sido.
Soledad, desolación...
Porque esta casa ya no es un hogar.
Desde que te fuiste, sola y triste.
Paredes frías, camas vacías.
Siento sin tu aliento el tiempo lento.
Gabriel rompió en aplausos. Era de baja estatura, escasa barba y ojos cerúleos. Valeria se puso a cantar la balada de amor que le escribió Gerard a Mariann, y el ambiente se volvió oscuro. Le dirigió una mirada curiosa.
—Siempre quise hacerte una pregunta.
Clemente estiró la mano y probó el vino aguado de Simon, que yacía dormido sobre la mesa después del atracón de comida y alcohol. La voz de Valeria se deshacía en el aire, pero podía escucharla.
Siempre creí que sería malo.
Y ahora sé que es verdad.
Porque tú eras tan buena.
Y no soy como tú.
Te has ido hoy, y yo te adoro.
Quisiera saber...
¿Qué te hace pensar que especial soy yo?
—¿Qué harías si la persona que más has admirado, de un día para otro... te traiciona?—Gabriel bebió un buen trago y su rostro enrojeció—. Podría ser un familiar, un mentor o... un mejor amigo. Lo que sea. ¿Qué haría el Asesino de Magos?
Clemente pensó en Michael Encausse, su profesor lo engañó y lo manipuló como un desecho. Admiraba a ese hombre imponente, pero lo único que despertaba en él era lástima.
—Lo mataría—respondió, sagaz—. Pero no de una forma cruel. Lo haría postrarse y humillarse antes de acabar con su vida.
Gabriel asintió, risueño.
—He hablado con magos de todos los tipos—se inclinó y besó la mejilla de Clemente—. Pero, el Asesino me dio la respuesta que esperaba.
Sin más, Gabriel se levantó de la mesa con la copa en la mano y cruzó la sala. Se acercó a la mesa del fondo y le vació la copa en la cabeza a Sanz Fonseca. Un millar de sonidos distintos coexistían en el salón: los cubiertos, los platos, las ollas, los dientes, la música y las voces. Todos se detuvieron en aquel momento, como si un dios hubiera arrancado el sonido del mundo. El silencio mortífero se apoderó de la sala.
—¡Te desafío a un duelo antiguo, Sanz Fonseca!—La Cabra levantó la voz y señaló al joven empapado de vino—. ¡Uno a uno, en el patio de armas, a muerte!
Sanz se levantó de golpe y derrumbó su silla. Tenía un cuchillo de mantequilla en la mano.
—¡Maldita Cabra!
Los Magos Renegados se pusieron de pie y un montón de cabezas se irguieron para impedir que se mataran en medio del banquete. Dos docenas de personas se levantaron rápidamente. Gerard se acercó a zancadas y le puso la mano en el pecho a Sanz.
—¡¿Qué mierda te pasa?!—Subió la voz—. ¡¿Quieres causar una masacre?!
Sanz frunció los labios y le dedicó una mirada de odio a Gabriel. Una docena de manos sostenía los miembros de ambos personajes altaneros.
—Gabriel está en su derecho de desafiar a un mago en un combate a muerte—dictó Aleister acercándose desde el fondo—. Hay que honrar las antiguas tradiciones. Es lo que intentan proteger... ¿O no?
Gerard abrió la boca para protestar cuando la Cabra los interrumpió.
—¡Mis rencillas contra el Mago Rojo del Anochecer no tienen nada que ver con los Sonetistas!—Declaró, soberbio—. ¡Esto es un asunto de traición! ¡Lo demostraré en nuestro duelo!
Sanz saltó, estaba tan caliente que el vino que le salpicaron se evaporó. Gerard lo controló, y un codazo del joven lo golpeó en la mandíbula. Aún así, contuvo a Sanz hasta que Aleister se interpuso entre los magos renegados y los jóvenes Sonetistas.
—¿Lo harás?—Preguntó Gerard con un hilo de sangre corriendo por su mentón.
Sanz asintió, rabioso.
—Es mi deber terminar con este imbécil.
—El juicio será presidido por Gerard Courbet en el patio del Primer Castillo—auguró Aleister, y los brujos levantaron sus bebidas—. Un duelo a muerte por motivo de...
—¡El asesinato de mi hermana!—Contempló Gabriel—. ¡Por Sanz Fonseca hace seis años!
Sanz frunció los labios y se retiró, seguido de un gentío para prepararse en sus aposentos. Clemente subió al adarve con una silla. La vista al patio de armas era buena, dos centenares de personas se apretaban en un amplio círculo para presenciar el duelo de magos. Se sentó junto a Pedro Corne d'Or, Amanda Flambée, Nairelys Luna y Simon Fonseca. El último estaba demasiado borracho, pero no quería perderse el espectáculo.
Gerard se subió sobre un montículo, inquieto. Aleister Crowley estaba con él, así como Elphias Levi, la pequeña Miev y Gabriel de Cortone. La Cabra se colocó una capa negra sobre el cuero, llevaba un yelmo de su animal emblema con largos cuernos retorcidos y empuñaba un largo báculo de cedro rematado en un cristal opalino del tamaño de un puño. Valeria Espino estaba con él, abrazándolo y rezando por su protección. Los magos renegados también se pusieron sus máscaras de pájaros negros para desearle buena fortuna.
Niccolo acompañaba a Sanz Fonseca seguido de todos sus compañeros de contienda. Javier Curie era su escudero y Joel Guillén llevaba una trompeta. En la media hora transcurrida, Sanz se pintó el cabello de rojo sangre y vistió su capa negra con el broche del dragón; debajo, escondía una coraza de escamas de acero. Sus ojos rojos estaban impregnados de una extraña vida.
Ambos campeones se colocaron de frente, separados por siete varas de distancia en el centro del círculo disparejo. Iban acompañados de sus seguidores más fieles: a Gabriel lo acompañaba su esposa Valeria, tomando su brazo con una tristeza exacerbada, y Ezequiel Cerrure, un alto y moreno mago de rostro curtido.
—Lidera a los Pájaros Negros por mí—dijo. Ezequiel asintió, con el ceño fruncido y los ojos enrojecidos—. Y... gracias por todo. Te quiero.
El hombre se retiró rápidamente al círculo, sin mirar a Gabriel. Finalmente, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y gritó:
—¡Yo también te quiero, Gabriel de Cortone!
Gerard Courbet carraspeó para llamar la atención del público reunido.
—¡El duelo a muerte entre Gabriel de Cortone, de Pozo Obscuro y Sanz Fonseca, de la Tierra del Silencio!—Clamó a grandes voces—. ¡El juicio se llevará a cabo para que los dioses dicten su veredicto!—Señaló a Sanz—. ¡¿Es cierto que el Mago Rojo del Anochecer asesinó a la hermana de la Cabra?!
Sanz no dijo nada, bajó la mirada. Un abucheo general se hizo eco en el patio y atravesó las paredes de las torres. Gabriel no gritó nada, se estaba despidiendo de su esposa con un abrazo prolongado y varios besos de despedida antes de bajar la visera del yelmo. No sabía lo que decían, la brisa dispersaba los sonidos.
Sanz lo miraba con envidia.
—Yo también desearía que el amor de mi vida estuviera conmigo—recalcó Clemente—. Podrían ser sus momentos finales.
Simon levantó las cejas.
—¿Y a quién ama Sanz Fonseca?
—A Jazmín Curie, por supuesto—terció Amanda con los ojos vidriosos—. Es su más grande amor, aunque ella no lo recuerde... Él la seguirá amando hasta que muera.
Pedro soltó una carcajada.
—Eso podría ser esta noche.
—¡Cállate!—Amanda lo golpeó en el hombro—. Sanz no morirá hasta que pueda volver con Jazmín.
—Eso sería una canción muy bonita—añadió Clemente y entornó los ojos—. Pero la vida es diferente. La vida no es una canción de medianoche o una balada del anochecer. No, la vida es cruel y despiadada.
Nay le pasó el brazo por los hombros.
Javier le quitó el cinturón con los puñales a Sanz y Valeria desarmó a Gabriel de sus armas. El duelo a muerte entre magos debía ser sin armas fabricadas por los hombres. Javier le cedió su varita de espino a Sanz y le dio un abrazo. Los dioses favorecerían al que tuviera la razón del juicio.
Gerard levantó una mano y un chorro de fuegos artificiales brotó de ella. La sustancia cruzó el cielo y trazó un arco ascendente... hasta que explotó con un destello de luces coloridas. Sanz y Gabriel levantaron las varitas a la vez. El pelirrojo saltó a un lado atajando un delgado relámpago plateado y cayó de costado para descargar su esencia. Gabriel dio un paso y lanzó otro relámpago pálido que reventó en el reflejo de Sanz con chispazos.
—¡Yo te iba a seguir hasta el fin del mundo!—Gabriel levantó el báculo con ambas manos y azotó el suelo. Los relámpagos corrieron por el erial de barro como serpientes encendidas—. ¡Teníamos ocho años entonces! ¡Nuestras familias nos abandonaron! ¡Pero, nos teníamos como hermanos! ¡Prometimos cuidar a la pequeña Nereida!
Sanz de rodillas, expulsó un potente pulso con las manos... que barrió el erial de barro y hojas, destrozando la electricidad del suelo con un resplandor de vibración. Estiró la varita y un zarcillo de fuego rojo cortó el aire con un silbido.
—¡Crecimos en los bajíos de Pozo Obscuro!—Gabriel golpeó el suelo blando con su báculo y la muralla de fuego se detuvo ante su reflejo con un estallido—. ¡Robamos pergaminos y libros! ¡Aprendimos Misticismo para sobrevivir en las calles! ¡Siempre íbamos a estar juntos en nuestra azotea! ¡Tú, yo y nuestra hermana!
La Cabra hizo girar su báculo y el fuego rojo se arremolinó sobre su cabeza en un vendaval infernal. Extendió el báculo y el fuego se transformó en un fiero tigre serpiente; hecho de flamas naranjas, amarillas y azules. La bestia medía dos varas y rugió... Ensordecedora.
—¡Hasta que ese rector Cassini te encontró!
El tigre se lanzó a Sanz dejando un sendero encendido de huellas de fuego.
—Un capullo de rosa blanco—conjuró el pelirrojo en su defensa—, quemado en los bordes.
Sanz dibujó una curva de fuego con la varita y la cabeza de un dragón cerró sus fauces en el cuello del tigre. El dragón sin alas, ni piernas, asemejaba una serpiente de fuego rojo que se enroscó en el cuerpo flameante del tigre.
A Clemente le pareció sentir un zumbido cerca de la cabeza.
Las bestias rodaron por el suelo, desperdigando el erial y dejando manchas de sequedad. La cola del dragón rojo golpeó a un espectador y lo destrozó, del cuerpo del brujo quedó una montaña de carne despedazada y vísceras. El círculo creció por miedo a los dos magos. El olor a rosas se mezclaba con el aroma a aceite podrido y sangre. El dragón inyectó sus largos colmillos en el cuello del tigre, y las garras del felino abrieron las escamas candentes. Ambas bestias se retorcieron y se mezclaron en una danza ígnea que terminó... en una lengua de fuego que se extendió por el patio.
Clemente cerró los ojos ante el resplandor y vio que Sanz caía de pecho al suelo con la capa humeante. El fuego mágico se extinguió en un parpadeo de vapor, dejando un tumulto de tierra seca y arena obscura.
—¡Nos abandonaste!—Gritó Gabriel con el báculo ennegrecido. El cristal brillante estaba débil, tenue. Se veía cansado—. ¡Te fuiste con ese hombre de traje para convertirte en un asesino! ¡Me dejaste solo!—Uno de los cuernos retorcidos se rompió cuando un destello impactó en la máscara.
—¡No me importa la hija abandonada de una puta!
Sanz se irguió, sombrío. La capa se desgarró y se volvió jirones, las escamas de acero saltaron y se desprendieron en trozos. Gabriel levantó el báculo, el cristal brilló, el aire se ionizó y expulsó otro relámpago plateado.
El reflejo de Sanz se interpuso.
—¡Nunca me importaste!—Confesó el pelirrojo y volvió a lanzar una descarga que deshizo la máscara de la Cabra en trozos—. ¡Ni tú, ni esa niña inútil! ¡Fueron cargas para mí!
Bajo la máscara de cabra... Gabriel estaba llorando. Sus ojos derramaban lágrimas, congestionado; afligido. La Cabra gritó, encolerizado y comenzó a expulsar cargas de esencia, débiles y volátiles. Sanz las desintegró en el aire con pulsos e hizo retroceder a Gabriel con estallidos de energía.
—¡Nereida preguntaba por ti todos los días!—La Cabra se defendió con su báculo. El reflejo se estremeció, se quebró y se cedió—. ¡Ella quería que regresarás! ¡Yo quería volver a estar contigo! Y... nunca volviste.
Sanz susurró una Proyección Punzante y el báculo se partió a la mitad con un crujido. Gabriel retrocedió, una raya roja nació en su pecho cortando la tela, el cuero y la carne; estuvo a punto de caer de culo. La sangre manó de su herida, pero no era roja... era negra como la tinta y apestaba. Tinta podrida.
Sanz también sangraba por la herida del costado. Su capa negra estaba llena de agujeros y su coraza lucía quemaduras.
—¡¿Cómo murió Nereida?!
Gabriel sollozó. Estaba sangrando por la nariz y sus lágrimas eran... negras.
—No pude protegerla—lloró la Cabra y cayó de rodillas—. Estaba solo... Salí a buscar comida y los magos negros se la llevaron—se limpió las lágrimas y tosió una espuma oscura como brea—. La encontré tirada en un barranco. Le sacaron el corazón, el hígado y los ojos. ¡Nunca te perdonaré por irte con la Secta de Sombras! Y nunca me perdonaré... por haberle fallado a Nereida.
Sanz se acercó al moribundo Gabriel. Empuñaba la varita, vacilante, y apretaba las muelas. Estaba indeciso.
—Pero, la Proyección Punzante no penetró del todo en su cuerpo—se quejó Simon—. Debería seguir peleando.
—Algo no está bien con el cuerpo de la Cabra—replicó Clemente—. Su sangre es negra como la tinta. Huele a herrumbre, sal y aceite podrido... ¿Por qué lloras?
Pedro abrazó a Amanda. La joven lloraba desconsolada: el rostro congestionado y las lágrimas encendidas. Ella podía sentir las emociones humanas con peculiaridad de mortificadora.
—Es la Cabra—sollozó con un hilo de voz—. Durante la batalla su corazón se estaba rompiendo. Ninguno quería matar al otro. Y Sanz, él siente una profunda tristeza que lo desgarra por dentro.
El pelirrojo estuvo a dos pasos de Gabriel, lo tomó por el cabello y dejó que su cabeza reposará en su cadera. Intercambiaron susurros, Sanz asintió y... disparó una Proyección Volátil y luego una Proyección Punzante. Los cañonazos de luz roja se sucedieron. El primero penetró en el torso de Gabriel e hizo que sus costillas explotarán, derramando vísceras putrefactas y gusanos rosados en el suelo. Un charco de tinta podrida creció a sus pies. El segundo, penetró en el ojo de la Cabra y destrozó su cráneo... los restos de hueso y sesos se esparcieron en el suelo como una pulpa negra que olía a podredumbre. Se lo estaban comiendo los gusanos.
Valeria Espino se desmayó y Simon se inclinó sobre el adarve para vomitar.
«Capítulo anterior × Capítulo Siguiente»
—Balada del Anochecer en Wattpad
Facebook: Gerardo Steinfeld
Instagram: @gerardosteinfeld10